La historia está llena de relatos escalofriantes, pero pocos pueden rivalizar con la última ejecución del verdugo octogenario José González Irigoyen. Podría sonar como un guion de una película de terror de bajo presupuesto, pero este acontecimiento notable del 17 de enero de 1893 se convirtió en un hito en la historia de la pena de muerte en España. ¿Cómo es posible que un hombre de 81 años, que había estado involucrado en el siniestro arte de la ejecución durante más de medio siglo, se encontrara a cargo de tal tarea? La mezcla de tragedia, humor negro y un toque de absurdo nos invita a reflexionar sobre un periodo oscuro de la historia española. Así que prepárate, porque vamos a desenterrar los detalles más inquietantes de este evento.

Un legado familiar inquietante

Desde su niñez, José González Irigoyen estaba destinado a seguir el camino de su familia. Hijo, primo y hermano de verdugos, Irigoyen comenzó a involucrarse en el «sagrado» oficio del garrote vil antes de siquiera cumplir una década. Imagínate a un niño de 10 años observando cómo su padre realizaba ejecuciones. ¿Te imaginas la cena familiar, hablando sobre cómo había ido la semana en el «trabajo»? «Hoy se me ha escapado un poco el garrote, y el tipo no respira del todo bien», podría haber dicho mientras su madre le servía la sopa.

Con más de 56 años de experiencia y, sorprendentemente, 191 ejecuciones en su haber, Irigoyen era un veterano en un oficio que, para muchos, escandaliza. Pero no era solo su experiencia lo que lo convertía en un protagonista intrigante; era su actitud desafiante y su forma de abordar un trabajo que, a esta altura, ya no podía ser más grotesco.

El caso de Juan Chinchurreta

El día de la ejecución, el reo era Juan Chinchurreta, un soldado condenado por el asesinato de Pascual Abad. La historia era trivial en comparación con los días oscuros de la historia española, pero la ejecución se tornó en un espectáculo bochornoso. Chinchurreta había afirmado ser el único culpable, mientras que otros, que también debían ser ajusticiados, habían logrado escapar de la muerte in extremis, gracias a indultos recibidos a último minuto. ¿El conflicto moral de un hombre que asume ser el único culpable mientras otros, que estaban ahí, recibieron el perdón? Un verdadero escenario de juego moral piramidal.

Imagina la escena: cerca de mil vecinos en el Mercado Central, mientras Irigoyen se preparaba para llevar a cabo lo que sería un episodio histórico. El frío de Zaragoza y la nieve que caía en copos no eran nada comparado con la tensión emanante del lugar. La multitud, que había abucheado a este siniestro viejo, finalmente sería testigo de una de las ejecuciones más de desastrozas de la historia.

La ejecución como un teatro del absurdo

La ejecución se llevó a cabo con una serie de actos tan absurdos que parecía un mal guion de teatro: Chinchurreta siendo despojado de su chaquetilla militar, seguido por el fúnebre proceso que es atarlo con cuerdas. Irigoyen tuvo problemas para levantar el tablado, algo que un hombre de su avanzada edad no debería hacer jamás. Se le podría haber sugerido pasar la batuta a un ayudante, pero, por supuesto, el honor de «ejecutar» lo mantenía pegado al puesto.

Las palabras de los periódicos de la época resonaban: el público observaba en un estado de horror mientras el verdugo, viejo y tembloroso, probaba el garrote vil. Como si se tratara de una broma de mal gusto, el garrote se convirtió en el focus de la escena. El momento culminante llegó cuando, tras varios intentos torpes, Irigoyen ajustó el tornillo y la tensión aumentó. La muchedumbre, que al principio había venido a protestar, ahora solo podía mirar, horrorizada por el espectáculo.

Algunos testigos, con un guiño irónico, contarían años después que lo que siguió fue casi cómico en su ejecución: los movimientos convulsivos del condenado se asemejaban a un ridículo baile en medio del frío que caía. ¿Cuántas veces hemos visto situaciones similares en las que la realidad supera la ficción? Pero claro, aquí el chiste estaban en las almas que se perdían en un juego de ausencia de humanidad.

El clamor social y el revuelo de la burguesía liberal

La era que vivía España en aquel entonces estaba marcada por el ascenso del pensamiento liberal y las nuevas ideologías sociopolíticas. La burguesía emergente y el creciente anarquismo se oponían a la pena de muerte, y Zaragoza no escatimó esfuerzos para demostrar su desacuerdo. Antes de la ejecución de Chinchurreta, se habían dado concentraciones de protesta frente a la cárcel y en diversos puntos de la ciudad. Ahora no solo se trataba de cambiar una decisión judicial, sino que era toda una contestación a un sistema en decadencia.

La idea de que una segmentación de la ciudadanía pudiera unirse en un clamor colectivo por la vida de otro ser humano era algo significativo en ese entonces. ¿Cuántos de nosotros hemos sentido la misma convicción cuando presenciamos una injusticia? Sin embargo, en este caso, el eco de la multitud no fue suficiente para salvar a Chinchurreta de un destino sanguinario.

La ineptitud del verdugo y el final de una era

El desenlace fue, si se puede decir, desastroso y todo un teatro del absurdo. Como El Heraldo de Madrid relató, Chinchurreta experimentó «una muerte horrible por la ineptitud del verdugo». Las críticas se dispararon, y la indignación colectiva fue tan fuerte que el caso llegó hasta el presidente de la Audiencia de Zaragoza. La conclusión fue que Irigoyen no estaba ni en condiciones de cargar con tal responsabilidad. ¿Quién diría que un hombre con tanta experiencia podría caer en tal ignominia?

¿La pena de muerte ha llegado a su fin? Esa es la pregunta que resuena. Cuando un verdugo deja de ser funcional, el símbolo de su propia utilidad se va desvaneciendo. Al final, fue suspendido y, con su partida, se cerró un capítulo oscuro en la historia del castigo capital en España.

Recapitulación y reflexiones finales

Este relato, que parece sacado de una novela de terror, es un recordatorio inquietante de la rapidez con la que las creencias pueden cambiar y lo que se considera aceptable en una sociedad puede convertirse en un acto de barbarie inaceptable. Chinchurreta podría haber sido un asesino, pero también se convirtió en víctima de un sistema arcaico que no encontró clemencia ni compasión, ni siquiera al final de su vida.

Los relatos de José González Irigoyen nos muestran que el dolor y la humildad son caminos que todos compartimos. ¿Cuánto hemos cambiado desde entonces? Hoy podemos mirar hacia atrás y ver la evolución de nuestro pensamiento y compasión. La historia de Chinchurreta e Irigoyen es más que un simple relato de ejecución; es una invitación a reflexionar sobre nuestras propias humanidades en la vida actual. En un mundo donde la violencia a menudo es glorificada, ¿dónde trazamos la línea entre justicia y venganza?

Así que, querido lector, mientras digieres esta sombría historia, te invito a reflexionar sobre el valor de la vida y la forma en que la sociedad ha tratado de entender la violencia y la castigo a lo largo de la historia. La historia puede ser oscura, pero también puede ser un faro hacia la empatía y el entendimiento. ¿Hay algo más valioso que aprender del dolor ajeno?