En un mundo donde la cultura y la política se entrelazan más que nunca, cada vez nos enfrentamos a dilemas más complejos cuando se trata de disfrutar de las obras de ciertos autores. Recientemente, ¡me han llamado facha! Sí, lo leíste bien. Resulta que, en una conversación animada con amigos (cuyo compromiso con la cultura es… digamos que, «intenso»), confesé mi gusto por las novelas de Ayn Rand. ¿Y qué me ha pasado? Un revuelo tal que, si no fuera por la seriedad de la situación, seguramente me habría reído a carcajadas. Me dio por pensar: ¿Qué pasa con nuestras lecturas? ¿Deberíamos juzgar a los autores por sus ideales o, por el contrario, desligar su obra de su vida personal?

Entre la literatura y la moralidad: el dilema del lector contemporáneo

Como un amante de la literatura, creo que todos hemos estado en ese aprieto. En la búsqueda de la cultura, puede que en nuestro camino nos topemos con obras geniales pero de autores con ideologías cuestionables. Es un fenómeno bastante curioso: aquellos que nos ofrecen joyas literarias, a veces tienen personalidades más complicadas que el propio argumento de una novela.

Pensemos en Ray Bradbury. El autor de «Fahrenheit 451», esa novela que, irónicamente, trata sobre la censura y la quema de libros. ¡Qué hipocresía! Este escritor defendió abiertamente a políticos como Richard Nixon y celebró a Reagan como «nuestro más grande presidente». Entonces, ¿deberíamos quemar sus libros porque su ideología no se alinea con nuestra visión actual? O, en palabras de mi madre, ¿solo porque lo han dicho unos cuántos pedantes, debería dejar de disfrutar de su prosa poética?

Empecé a cuestionar esto a fondo. Es más, me sumergí en una especie de reflexión literaria a través de un pequeño experimento social. En un debate informal con amigos, compartí el nombre de algunos autores «problemas», para, esencialmente, ver quién podría salir a defenderlos. Extrañamente, no solo lo hice por burlarme de la cultura de «cancelación», sino también porque me di cuenta de cuántos realmente disfrutamos de sus obras. ¡Fue muy divertido!

El doble rasero de la crítica literaria

Hablando de anécdotas, conocí a un gran amante del cine que, tras ver «Centauros del desierto», de John Ford, se convirtió en un defensor acérrimo de la cinematografía clásica. Sin embargo, él también es consciente del mensaje racista que destila la película. En realidad, Ford, aclamado como uno de los grandes del cine, tenía una visión del mundo que era todo menos progresista. Pero, ¿quién puede olvidar el plano final de «El Hombre que Mató a Liberty Valance» o la belleza de «Las uvas de la ira»? Vivimos en un mundo que parece querer dividirnos: ¿estás a favor o en contra?

Lo que me lleva a preguntarme: ¿por qué tenemos este doble rasero? ¿Es más aceptable amar a un autor con un pasado problemático si sus obras han dado origen a joyas culturales?
Un ejemplo contemporáneo sería Clint Eastwood. Su filmografía es rica y variada, abarcando desde «Los puentes de Madison» hasta «El francotirador», pero, en su caso, la controversia típicamente surge por esa pizca de patriotismo y conservadurismo alineado a Vox que muchos critican hoy en día. Aun así, es imposible pasar por alto su influencia en el mundo del cine. ¿A quién no le gusta «Sin perdón»?

La separación del arte y el artista

Hay quienes abogan por la absoluta separación entre la obra y el autor. Como dice el refrán, «no juzgues a un libro por su autor». Sin embargo, a veces parece más fácil decirlo que hacerlo. Ayn Rand, la matriarca del objetivismo, fue pilar para pensar sobre el individualismo en el último siglo, pero, ¿su ideología radical debería hacernos renunciar a disfrutar sus novelas como «Los que vivimos» o «El manantial»?

Además, hay autores que han tenido visiones políticas que no son precisamente elogiables. H.P. Lovecraft, por ejemplo, es conocido como uno de los padres del horror cósmico, pero también se le recuerda por un racismo definido. Nos enfrentamos a un dilema en el que se nos obliga a decidir si podemos disfrutar de su atmósfera inquietante y tramas absorbentes sin quedar atrapados en su despreciable ideología personal.

Y aquí me pregunto: ¿No sería esto una especie de ceguera literaria si permitimos que su racismo nos impida disfrutar de su imaginación desbordante? Después de todo, ¿cuántos artistas no han tenido una faceta oscura en su vida que podría poner en tela de juicio su obra?

La cultura de la cancelación: ¿la muerte del arte?

Este tema de la cultura de la cancelación va de la mano con el dilema que hemos analizado. Nos encontramos en una era donde la censura es un fenómeno real, que tiene su origen en las redes sociales. Se ha vuelto habitual exponer opiniones denigrantes hacia autores y sus obras. La incansable búsqueda de un mundo sin contradicciones morales es admirable, pero cuestiono si llevarla al extremo es saludable.

Tomemos el caso de Frank Miller, que, tras haber creado obras memorables, ha sufrido las consecuencias de ser un «persona-que-ha-dicho-cosas-feas». Pero ¿quién de nosotros no ha cometido algún error o ha tenido opiniones que, en el presente, resultarían completamente inapropiadas? A pesar de ello, sus obras siguen siendo disfrutadas por fans alrededor del mundo.

Por ejemplo, ¿acaso tenemos derecho a tachar todo el legado de un artista con el solo hecho de que su ideología pueda chocar con los valores que propugnamos en la actualidad? Claro que el diálogo y el debate son necesarios, pero en este terreno pantanoso uno se siente como un equilibrista en una cuerda floja.

Conclusión: la complejidad de ser un lector contemporáneo

Hoy en día, ser un lector consciente implica tomar decisiones difíciles. Debemos reflexionar si valorar la calidad literaria de una obra significa callar las opiniones y acciones nefandas de su autor. Personalmente, me gustaría ser capaz de disfrutar de esas obras que nos han dado tanto sin ser arrastrado por el fango de las posturas ideológicas negativas.

Quiero seguir disfrutando de Alaska y su irreverente pop sin sentir que tengo que disculparme por ello. También deseo seguir cogiendo «Crónicas marcianas» de la estantería sin que el eco de las ideologías de Bradbury me detenga. Después de todo, me parece un poco absurdo limitar nuestro consumo cultural por las convicciones de personas que vivieron en escenarios totalmente diferentes a los nuestros.

Y así, entre la literatura y la moralidad, nos hemos sumergido en una travesía. Tal vez la respuesta se halle en el equilibrio, en la celebración de la diversidad de pensamientos y, sobre todo, en recordar lo maravilloso que es tener acceso a un caleidoscopio de ideas literarias. ¿No es eso un lujo moderno? Así que sigamos disfrutando de la cultura, con un guiño al pasado y una mente abierta al futuro. ¡A fin de cuentas, a quien le importa lo que leamos!