El 25 de noviembre es una fecha que no debería ser solo un recordatorio en nuestros calendarios, sino una señal de alarma constante que resuena en cada rincón de nuestras sociedades. Este día, el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, se convirtió en un escenario para gritar, protestar y, sobre todo, para reconectar con la empatía y la solidaridad.
Como alguien que ha pasado por varias manifestaciones, no puedo evitar recordar el frío de noviembre en Madrid el año pasado, cuando las voces se alzaban en contra del machismo, clamando “no estamos todas, faltan las asesinadas”. Aunque el aire estaba helado, la calidez del compromiso colectivo nos envolvía. Pero, ¿realmente se está haciendo suficiente? Parece que no, y cada año lo evidencian estadísticas desgarradoras.
En este 25N, mientras en Orihuela un chico de 17 años era arrestado como presunto asesino de su expareja de 15, y un hombre de 42 años intentaba matar a su pareja frente a su bebé en Tenerife, la pregunta flotaba en el aire: ¿cómo hemos llegado a este punto? Las noticias no solo nos informan, también nos deben hacer reflexionar.
La violencia de género: un problema estructural
Los crímenes machistas son solo la punta del iceberg de un problema mucho más profundo. Ana Useros, vocera de la Comisión 8M, acertadamente destacó que «para acabar con la violencia sexual, machista y sexista, la solución tiene que ser estructural». Este no es un simple problema de individuos dañinos, sino de un sistema patriarcal que perpetúa la opresión.
¿Sabías que, según datos recientes, una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual? Estas no son solo estadísticas frías, son historias de vida. Mi amiga Clara, que espero no lea esto, me contaba cómo se sintió cuando su expareja comenzó a controlarla. Puede que no todos los casos terminen en feminicidio, pero todos tienen un efecto devastador en quienes los sufren.
La violencia de género no es solo el resultado de un individuo; es un eco de una sociedad que muchas veces observa en silencio o, peor aún, justifica el comportamiento agresivo. Si bien es cierto que cada año hay marchas y concentraciones que buscan hacer visible esta problemática, parece que el eco de las palabras no siempre logra resonar en las altas esferas del poder.
Marchas y movilización: las voces que hacen temblar el suelo
El 25 de noviembre, miles de personas salieron a las calles a protestar. En ciudades como Madrid, Valencia y Barcelona, las consignas clave de este año tenían un claro mensaje: «Juntas el miedo cambia de bando» y «Combatir el sexismo». No se trataba solo de levantar pancartas, era un acto de valentía colectivo. Y aquí viene el humor sutil que me encanta: surge la pregunta, ¿deberíamos también marchar con contra-carteles que digan “Hey, machistas, por favor, un poco de respeto”? Tal vez después de una pancarta como esa, ya no sea necesario salir a marchar en el futuro.
A veces me pregunto, ¿qué empuja a las personas a unirse a protestas? Conozco a muchos que dicen que solo son “eventos de redes sociales”, pero yo sé que las calles se llenan de historias. Como la de Consuelo, una mujer de 87 años que llegó con su muleta, recordando que “ya está bien” y que hay que “meter jaleo” para acabar con tantas injusticias. Esa es la verdadera esencia de estas movilizaciones: la valentía de las mujeres y hombres que se niegan a ser espectadoras en su propia lucha.
La importancia de contar historias: el caso Gisèle Pelicot
Una de las historias que más resonó en el último 25N fue la de Gisèle Pelicot, una mujer que soportó años de violencia. Su caso se ha convertido en un símbolo de la lucha feminista en España, recordando a todos que las violencias machistas no son hechos aislados, sino que son producto de un sistema que mata, hiere y silencia.
A través de las manifestaciones, se alzaron voces que pedían la creación de un nuevo paradigma social donde estos actos sean considerados inaceptables. Imaginen si fuera al revés; si, de un día para otro, manifestáramos en favor de los agresores. Sería un espectáculo tan absurdo como innecesario. Sin embargo, muchos todavía insisten en buscar “justificaciones” para el comportamiento del agresor en lugar de cuestionar el entorno que los sustenta.
¿Puede alguien contarnos por qué es tan difícil ver que estamos todos conectados en esta lucha? Tal vez sea hora de contar más historias y de permitir que la empatía inspire acciones.
La lucha no es solo de mujeres: mensaje inclusivo
Es importante recordar que esta lucha no es solo de mujeres. Como dije en una conversación la semana pasada con unos amigos, “es como si solo los defensores tuviéramos que cuidar al portero”. La violencia de género nos afecta a todos, y aceptarlo es esencial para generar cambios. Cuando un hombre se atreve a intervenir en una situación de acoso, no solo apoya a la víctima, sino que también desafía la norma de que el silencio es una respuesta aceptable.
La reacción de la derecha y de sectores más reaccionarios, que a menudo niegan la violencia de género, no facilita el camino hacia adelante. En León, las organizaciones feministas advirtieron que la sensibilización y la educación afectivo-sexual deben ser prioridad. Porque, seamos honestos, si continuamos ignorando el problema y creyendo que es solo un «inventó ideológico», estamos contribuyendo a perpetuar esta situación.
Y aquí viene la gran pregunta: ¿cuándo se acabará esta locura? Debemos también enfrentar el hecho de que se requieren no solo ganas, sino recursos y políticas que sustenten estas luchas.
La necesidad de políticas públicas efectivas
Los asesinatos y agresiones son solo un pequeño ejemplo de una red más amplia de opresión que afecta a las mujeres, especialmente a las de clase trabajadora. Sanicemos esta herida social que nos afecta a todos y construyamos un entorno en el que la violencia no sea más que un mal recuerdo. ¿Cómo? Bueno, ¡es hora de que las administraciones pongan sus pies en la tierra y actúen!
Las manifestaciones en Murcia y Santiago de Compostela han sido un grito feroz contra la “justicia machista” que parece sonreírle a los agresores. ¿Se imaginan un sistema legal en el que se proteja realmente a las víctimas y se castigue a los culpables? Eso es de lo que se trata: la implementación efectiva de políticas públicas. Y aunque pueda parecer un sueño imposible, nuestros abuelos y bisabuelos también soñaron con una España democrática y con derecho a voto.
Educación y prevención: el camino hacia el cambio
Hablando de políticas, no podemos olvidar el papel fundamental de la educación en esta lucha. ¿Qué legado queremos dejar a las futuras generaciones? ¿Un mundo donde los niños y niñas crezcan creyendo que la violencia es aceptable? Están en juego nuestras sociedades del mañana y, aunque lo parezca, la lucha contra el patriarcado no se limita a las calles; debe entrar también en las aulas.
Este 25N, en Logroño, vimos a niñas de 10 y 11 años sosteniendo pancartas, gritando que la violencia de género es un problema que ha durado demasiado. Su voz nos recordó que la próxima generación está lista para desafiar las normas rígidas del pasado. Quizá deberíamos aprender de ellas y dejar un poco de lado nuestras viejas costumbres.
Reflexiones finales
A medida que seguimos escribiendo la historia de la lucha por la eliminación de la violencia de género, no podemos permitirnos caer en la complacencia. Cada marcha, cada testimonio y, sobre todo, cada nuevo caso como el de Gisèle Pelicot, debe servirnos como recordatorio de que aún queda mucho por hacer. El miedo y la vergüenza tienen que cambiar de bando, y para ello, el primer paso es escuchar, respetar y actuar en consecuencia.
Entonces, la próxima vez que escuches sobre una manifestación o un caso de violencia de género, pregúntate… ¿qué puedes hacer tú para ser parte del cambio? La respuesta puede ser más sencilla de lo que piensas. A veces solo se necesita una voz que diga: “¡No más!” para motivar a otros. La lucha no es fácil, pero juntos, podemos hacer vibrar al mundo.