En un mundo cada vez más conectado e interdependiente, resulta paradójico observar cómo, en medio de desastres naturales, el Estado puede convertirse tanto en verdugo como en salvador. Permíteme sumergirte en una reflexión que invita a resignificar lo que entendemos por un país, a través de la más reciente gota fría que azotó el Levante español este septiembre de 2023. Mientras escribo esto, no puedo evitar recordar mi propia experiencia con fenómenos climáticos; algo que probablemente muchos de ustedes ya han vivido. Pertenezco a esa generación que, a través de teléfonos móviles y alertas meteorológicas, se siente más consciente del clima, pero al mismo tiempo, más impotente ante su fuerza. Así que, ¿qué hacemos con esta realidad tan compleja?
¿Un Estado al servicio del pueblo o de la élite?
Hagamos una pausa para establecer un contexto. La idea del Estado-Nación ha predominado durante siglos como una herramienta para la reproducción del orden social y político, donde los intereses de las élites suelen tener un peso desproporcionado. Pero en los momentos de crisis, como lo es un desastre natural, ese mismo Estado puede poner en marcha mecanismos de ayuda que parecen estar al servicio del colectivo. Aunque, claro, eso no siempre es así.
Reciente —y tengo que decir dramáticamente reciente— fue el episodio de gota fría que AEMET, la Agencia Estatal de Meteorología, advirtió al público, provocando que algunos se preguntaran: «¿Es este un pitido orwelliano?» Siendo honesto, yo mismo me he encontrado pensando que a veces el Estado parece más una máquina burocrática en la que cada pitido y cada alerta son solo parte de una sinfonía caótica, en lugar de un intento real de mantenernos a salvo.
Pero, ¿no es comprensible que ante la desgracia, busquemos culpables? Para algunos, eso incluye a instituciones como AEMET, que hicieron su parte al advertir sobre los peligros del clima. Sin embargo, recuerdo una vez que la prevención fue la madre de la sabiduría en un contexto personal. Cuando un huracán se acercó a mi ciudad, recibí varias alertas. A pesar de las advertencias, un grupo de amigos optó por ignorarlas. ¿Les cuento algo gracioso? Aún tengo la foto de todos nosotros con cara de asombro mientras veíamos cómo el agua comenzaba a entrar en la casa, mientras el “pitido orwelliano” resonaba en nuestras cabezas.
La catástrofe del cambio climático: ¿una fábrica del pasado?
La situación en Valencia este septiembre no fue solo un evento aislado. Se trata de una tendencia, una amalgama de acontecimientos climáticos que parecen tener sus raíces en la Revolución Industrial. ¿Alguna vez te has preguntado si es posible que la globalización que buscamos fervorosamente también amplifique desastres humanos y climáticos? Lo que antes era un desastre local ahora se transforma en una tragedia global, donde todos nos encontramos en la misma situación: atorados en el tráfico, luchando por cumplir con nuestras agendas. Mientras el agua sube, nosotros estamos en la rutina, como si nada estuviera pasando.
Me acuerdo de una conversación con un amigo que trabaja en la industria del reciclaje. Me decía que cada vez que había una alerta de tormenta, él se sentía atrapado entre su deber de informar y el bombardeo de información errónea en redes sociales. «A veces siento que estoy hablando a una pared que solo resuena en sus propios ecos”, se lamentaba. Esa sensación de impotencia es casi universal entre quienes intentan hacer algo por el medio ambiente. ¿No es frustrante?
Un llamado a la acción, pero ¿a quién se le ocurre?
Cuando la gota fría se desata y los alertas de emergencia son emitidos, surge una pregunta inevitable: ¿dónde estaban los recursos del Estado, esos mismos que se desvanecen ante cualquier crisis? En este sentido, la movilización de un ejército de 160.000 efectivos es una ironía que reveló la lenta y burocrática respuesta del organismo estatal.
Muchos se sintieron indignados, y no es para menos. Algunos se preguntaron: ¿tenemos que estar en la cuerda floja para ver cómo el Estado interviene? Y es que, en el fondo, este tipo de desastres pone de manifiesto la fragilidad de la estructura en la que creemos. Por un lado, nos exponen a la vulnerabilidad del sistema; por otro, crean un sentido colectivo de urgencia que, desafortunadamente, se desvanece en la cotidianidad de nuestras vidas.
No quiero sonar fatalista —de hecho, mi objetivo es otro— pero pensar en la intervención estatal a través de la historia tiene un sabor agridulce. Hay quienes ven en la intervención algo positivo, un rescate, mientras que otros la catalogan como un ejercicio de control. Si el Estado es una herramienta para la propiedad privada y el beneficio de las élites, ¿deberíamos resignarnos a su papel de salvador solo en tiempos de crisis?
La esperanza en medio del caos
Dicho esto, también hay algo de esperanza. La alarmante rotación de noticias sobre desastres puede impulsarnos hacia la acción. Cada vez más personas se suman a movimientos que abogan por un cambio real. Recuerdo el momento en que asistí a una charla comunitaria sobre el cambio climático; era un pequeño grupo, pero sus voces se elevaban sobre el escepticismo. Mientras hablaban, entendí que cada paso cuenta, que la desconexión entre la política y las personas está empezando a cambiar.
Sí, estoy hablando de esos movimientos que surgen en la calle, que cuestionan el status quo como lo haría cualquier buen anarquista. La gente está tomando las riendas de su destino, exigiendo un gobierno que valore más que el beneficio económico; un Estado que realmente los represente, que sea su escudo ante catástrofes, en lugar de un instrumento de opresión.
Cuando miro hacia el futuro, siento que, a pesar de todo, todavía hay luz en esta aparente oscuridad. La juventud se manifiesta con fervor, y eso me da esperanza. La resistencia frente a la adversidad siempre ha sido un motor de cambio en la historia. Tal vez deberíamos aprender del pasado.
Reflexiones finales
Te invito a reflexionar. ¿Es posible que, a través del caos, encontremos una nueva forma de entender nuestro Estado y nuestra relación con él? Cada crisis nos empuja a replantear no solo qué queremos del mundo que habitamos, sino también cómo deseamos interactuar con la sociedad, la política y la naturaleza.
Las gotas frías, los huracanes y cualquier otro fenómeno que pongamos en la balanza nos recuerdan que somos vulnerables y que, aunque el Estado está lejos de ser perfecto, también puede ser un refugio en medio de la tempestad. Así que, a ti que estás leyendo esto, tal vez la pregunta no sea si el Estado puede protegernos, sino ¿qué tipo de protección queremos realmente?
Por lo pronto, mientras esperamos la próxima alerta de nuestro Estado frío, recordemos que el verdadero cambio empieza con nosotros, desde nuestras decisiones cotidianas hasta nuestra voluntad de cuestionar lo que nos rodea. Porque al final del día, todos somos parte de este complicado rompecabezas llamado vida, y quién sabe, tal vez un día, incluso los pitidos orwellianos puedan convertirse en melodías de esperanza.