La historia del Medio Oriente está marcada por conflictos, traumas y, a menudo, por despedidas que nunca parecen concretarse. Este es el caso de la reciente ceremonia fúnebre del líder de Hizbulá, Hasan Nasrala, un evento que ha tenido repercusiones no solo en el Líbano, sino en toda la región. La multitud que se reunió en el estadio Camille Chamoun, coreando el nombre de Nasrala y levantando banderas de resistencia, dejó en claro que este no es solo un adiós; es una continuidad de una lucha que se remonta a décadas atrás. Pero, ¿qué significa todo esto en un contexto más amplio?

Una ceremonia masiva en tiempos de tensión

Imagina un día soleado, miles de personas reunidas en un lugar con un halo de solemnidad, dejando atrás sus diferencias por un momento. Al igual que en una boda (pero con más gritos de «¡Muerte a Israel!»), la atmósfera en el Camille Chamoun era eléctrica. Las miles de personas que se congregaron no solo estaban allí para rendir homenaje a un líder fallen, sino para demostrar su lealtad a un movimiento que ha dominado la escena política y militar en el Líbano.

Sin embargo, en medio de esta congregación, cielos de guerra se asomaron: al poco tiempo de que los restos de Nasrala comenzaran su recorrido, cuatro aviones israelíes hicieron una pasada a baja altura sobre el estadio. Un aterrador recordatorio de que la guerra es un ciclo sin fin. En términos más sencillos, es como si intentaran arruinar una fiesta familiar.

El legado de Hasan Nasrala

Hasan Nasrala fue una figura polarizadora, para unos, un héroe; para otros, un terrorista. Durante su liderazgo, Hizbulá se convirtió en una fuerza militar influyente, cambiando el paradigma de la resistencia en el Líbano. Su ascenso, que incluyó la unificación de diversos grupos chiítas bajo una misma bandera, le permitió llevar este movimiento a un primer plano geopolítico.

El suceso del 27 de septiembre del año pasado, cuando Nasrala fue alcanzado por bombarderos israelíes, marcó el cierre de una era. Aquel día se sentenció no solo su futuro, sino también la resistencia de miles que encontraron en él un símbolo contra la opresión. Sin embargo, como bien se dice, «el hombre puede morir, pero la idea permanece». ¿Y qué idea es esta? La resistencia continua, la lucha contra la ocupación y la defensa de la soberanía.

Como recuerdo personal, no puedo evitar hacer una analogía con mis propios amigos; siempre he tenido el grupo de amigos que, aunque alguno de nosotros se mude o se aleje, la esencia de nuestras viejas travesuras siempre permanecerá, resonando a través de risas y anécdotas. Así es como la figura de Nasrala seguirá presente en la memoria colectiva de quienes creen en su mensaje, pase lo que pase.

La respuesta de la comunidad chiíta y la política del miedo

La reacción de la multitud fue, en muchos sentidos, esperada. «¡Ala es grande! Vuestros misiles no nos dan miedo y vuestros aviones tampoco», coreaban en una especie de grito de guerra que resonaba como un eco en el refrigerador vacío de la realidad. Esa férrea voluntad de no ceder ante el miedo, de desafiar lo que parece inevitable, se ha convertido en un pilar de la identidad chiíta en el Líbano.

Parece un círculo vicioso: cada ataque, cada muerte, solo añade combustible al fuego del odio. Durante años, hemos visto cómo las calles del Líbano se convierten en escenarios de protestas, enfrentamientos y declaraciones incendiarias. Y ahí está el nuevo secretario general, Naim Qassem, expresando que «Hizbulá no aceptará que Estados Unidos controle el país». Es como cuando te dicen que los platos están en el fregadero, pero tú te haces el sordo y continúas ignorando el desorden.

Sin embargo, a medida que las tensiones aumentan, también lo hace la división en la comunidad chiíta. Algunos sienten frustración, un sentimiento que reverberó durante el sermón del jeque Ali Al-Khatib, que lamentó la «derrota psicológica» que abrumó a muchos. Pregunta retórica: ¿cuántas veces hemos visto esto en la política, donde el sufrimiento se convierte en un caldo de cultivo para el extremismo?

El juego de poder y las promesas vacías

En el contexto político actual del Líbano, la administración del presidente Joseph Aoun y el primer ministro Nawaf Salam están atrapados en un extraño juego de equilibrio. Han optado por no reconocer la «resistencia», un término que solía ser un mantra. La presión sobre el grupo chiíta ha conducido a manifestaciones y disturbios; una especie de caos tan predecible como ese amigo que nunca llega a tiempo a las citas.

Desde la declaración oficial que exige que el estado «debe tener el monopolio de las armas», está claro que las autoridades están intentando desmantelar el poder que Hizbulá ha acumulado. Pero, ¿realmente pueden hacerlo? El reciente desaire de Aoun y Salam durante el funeral —con la audiencia pitando— fue un indicativo de que las tensiones no van a disminuir pronto. En este escenario, el deseo de cohesión se convierte en un grito ahogado en un mar de contradicciones.

La lucha de estas entidades parece tan frustrante que a veces te preguntas si todo es un plan orquestado y absurdo como una telenovela. «No hay asedio a la secta chía,» dijo Aoun. Lo que nos lleva a cuestionar: ¿es todo una fachada?

Las tensiones raciales en el Líbano: una calle dividida

Hay algo profundamente inquietante en cómo se vive en Beirut. Dos mundos coexisten en una ciudad que clama por unidad pero está dividida hasta la médula. En la mañana del funeral, las calles de Beirut Este, predominantemente cristianas, estaban vacías. Un contraste abismal con el bullicio de la comunidad chiíta en el sur, que se movilizaba allí como pez en el agua. Es como si los dos lados de la ciudad estuvieran jugando al mismo juego pero con diferentes reglas.

Pero más allá de las tensiones confesionales, en el centro de todo esto hay una lucha por el control, por el poder y la influencia. Para muchos, el funeral de Nasrala no solo fue una despedida; fue una reafirmación de lealtad a un movimiento que, aunque herido, está lejos de ser irrelevante. Como dijo un participante: «Todos formamos parte de la misma idea: resistencia contra Israel y Estados Unidos». Y con testimonios como el de un iraquí que viajó a Beirut para rendir homenaje a Nasrala, se puede sentir que el efecto dominó de estos eventos se extiende mucho más allá de las fronteras libanesas.

Conclusión: ¿un ciclo interminable?

La muerte de Hasan Nasrala y el clamor de la multitud marcan, paradójicamente, tanto un final como un nuevo comienzo. Un ciclo interminable de violencia y resistencia que se retroalimenta en el contexto de Oriente Medio. La lucha continúa y, mientras haya pasión, dolor y deseo de justicia, es poco probable que esta espiral de homicidios y retaliaciones concluya pronto.

A medida que observamos el panorama general, uno no puede evitar preguntarse: ¿existe realmente una salida a esta espiral? ¿O simplemente estamos condenados a repetir los mismos errores por generaciones? Tal vez, solo tal vez, la respuesta radique no en la lucha por el poder, sino en la capacidad de las personas para abrir espacios de diálogo donde, por una vez, el grito del pueblo pueda ser un canto de paz en lugar de desasosiego. Así que, mientras mi amigo siga llegando tarde a nuestras reuniones, yo seguiré esperando un cambio en el muy complicado y a menudo sombrío panorama del Líbano y el Medio Oriente.