Es curioso cómo la música puede actuar como una máquina del tiempo, transportándonos a momentos específicos de nuestra vida con solo escuchar una melodía. En mi caso, la música fue siempre un refugio y una forma de rebelión, aunque la mayoría del tiempo me sentí como un pez fuera del agua en un océano de acordes que no resonaban con mi alma. Sí, amigos, estoy aquí para compartir cómo ese niño triste de los 80 se enfrentó al mundo sonoro y, con un poco de humor y un toque de nostalgia, exploramos el impacto que la música ha tenido en nuestra identidad cultural.

La infancia marcada por el sonido de los tangos y rancheras

Nací en una casa donde el rock se escuchaba bajo un férreo control parental. Mi padre, un apasionado carpintero y, según sus propias palabras, un estalinista de voz cantarina, transformó nuestro hogar en un refugio de canciones hispanoamericanas. Así, en lugar de las ardientes guitarras de Hendrix o las potentes voces de Queen, me encontré de pequeño vibrando con las rancheras de Pedrito Infante y las exuberantes baladas de Antonio Machín.

Imagínate lo que era, a los dos o tres años, golpear el cristal esmerilado de la puerta del comedor, llorando mientras mi padre disfrutaba de un disco de Gardel a volumen máximo. A esas alturas de mi vida, ya comprendía que la música podía ser un lenguaje universal, pero en mi hogar era más un monolito que un diálogo. Y así, llorando a ritmo de tango, me metía en una burbuja de nostalgia que, a la larga, definiría mi propia relación con la música.

A veces, me pregunto: ¿qué hubiera sido de mí si, en lugar de escuchar a Machín, hubiera tenido mi primer ídolo musical en Elvis Presley? Claro, es fácil pensar que el rock fue la corriente dominante de mis tiempos. Pero para mí, el verdadero drama musical era el amor no correspondido que podía cantar un bolero. ¿No es absurdo cómo nuestra infancia puede estar tan marcada por lo que escuchamos?

La llegada de un mundo musicalmente diverso: un cassette salvador

Mi ingreso al mundo del «pop mundial» ocurrió de forma inesperada gracias a mi prima Alexandra, quien decidió regalarme una cinta llena de los éxitos más destacados de la música de los ’80. No sé si alguna vez has tenido una revelación similar, pero abrir esa caja de sorpresas fue como desenrollar un regalo que nunca supe que necesitaba. ¿Qué aspecto tenía mi cara en esos momentos? No puedo recordarlo, pero estoy seguro de que debí parecer un niño en la cocina con un pastel de chocolate frente a él.

Tuve acceso a bandas como Duran Duran, Scorpions y Alphaville. La música de esos días resonaba en cada rincón de mi habitación, incluso más que las rancheras que solía escuchar. Mi corazón se llenó de energía y oxígeno, y de repente, ¡yo también quería ser parte de esa pandilla que bailaba y celebraba sus éxitos! La música se convirtió en una especie de herramienta social: la niña más popular de la clase, que también tenía un don para identificar tendencias como una radar humano, comenzó a decirme “tú molas”. Para mí, fue como recibir el Óscar en una ceremonia donde no yacía jamás entre nominados.

¿Por qué sentimos tanta necesidad de ser parte de algo?

Esta es una pregunta que me ha dado vueltas desde entonces. ¿Por qué deseamos tanto encajar y cómo la música puede ser un puente o un muro en nuestra búsqueda de identidad? Es un dilema que me recuerda que las canciones no solo son melodías, sino también historias que narran nuestras propias vivencias y emociones.

La contracorriente del folclore y la música popular

Aunque me abrí a nuevos sonidos, siempre sentí que mi corazón pertenecía al mundo de la música hispana. En una época donde el pop y el rock dominaban los escenarios, me volví un defensor del folclore que parecía estar relegado a un rincón oscuro de la cultura. Recuerdo con cariño esos que se burlaban de mí cuando compartía mi amor por la copla y las rancheras. Sin embargo, había momentos donde mi amor por esas palabras cargadas de emoción se sentía más auténtico que las desafinadas letras de algunos artistas de su tiempo.

¿Alguna vez han sentido ese momento mágico en el que una canción les toca el alma? Esos instantes me hacían olvidar las risas a expensas de mi gusto musical. Es sorprendente cómo la música puede ofrecer una especie de deconstrucción emocional y social. Por un lado, me convertí en un amante de las melodías más románticas y nostálgicas, pero también sentía que formaba parte de una resistencia cultural.

El rock en declive: la venganza de la música de la calle

En los últimos años, hemos sido testigos de cuán efímera puede ser la popularidad de una corriente musical. Lo que era el pináculo de la cultura juvenil, desde el grunge hasta el indie rock, parece perder fuerza ante la llegada de nuevos géneros como el reguetón y la música urbana.

Cuando escucho a artistas como Bad Bunny o Karol G, no puedo evitar sonreír. Aquí hay una celebración de la cultura latina, algo que siempre había tenido un lugar relegado. Con cada nuevo éxito, hay una especie de reclamación del espacio que siempre se mereció. ¿Dónde están los críticos de antaño que desdijeron nuestra música? Claro, se han quedado en un rincón, preguntándose qué salió mal.

Es amable de mi parte reírme de aquellos prejuicios, pero también me resulta una victoria personal. Es el triunfo de una música que ha crecido en las calles y que, hoy por hoy, deja claro que la cultura no es estática; es un organismo vivo que evoluciona. ¿Acaso existe algo más motivador que presenciar esa evolución?

La aceptación de lo propio

Un buen día, en medio de una conversación entre amigos sobre música, uno de ellos me preguntó qué pensaba de las tendencias actuales. Con el corazón palpitando, confesé mi amor por el reguetón y cómo me parecía asombroso que finalmente se estuvieran valorando nuestros ritmos y letras. Casi me esperaba alguna mirada de incredulidad, pero para mi sorpresa, la conversación se tornó en un viaje en el que todos compartieron sus propios gustos sin miedo a las críticas.

Esa conversación fue un recordatorio de que la música tiene un poder unificador increíble. Ya no se trata de etiquetas, ni de viejas disputas entre géneros. Se trata de una celebración de la diversidad y la autenticidad.


Me gustaría concluir esta reflexión musical con una pregunta retórica: ¿no sería genial si todos pudiéramos mirar a nuestro alrededor y celebrar nuestra variedad musical en lugar de criticarnos por las diferencias? La música debe ser un refugio, no una fuente de conflictos. A medida que la industria cambia, nuestra habilidad para abrazar lo que nos hace únicos será clave.

Así que, si alguna vez te sientes como un náufrago en un mar de ondas sonoras ajenas, recuerda que siempre habrá un rincón especial en tu corazón donde resonan esos ritmos que formaron tu esencia. La música es inclusiva, diversa y, por encima de todo, algo que podemos disfrutar juntos. ¡Celebremos, entonces, ese viaje musical que todos hemos recorrido, incluso si empezamos con una ranchera en lugar de un riff de guitarra!