Cuando uno escucha sobre el conflicto en Medio Oriente, puede que la primera imagen que venga a la mente sea la de un inmenso caos bélico. Pero rara vez se habla de las vidas individuales que se ven afectadas en medio de todo esto. Ein Zivan, un pequeño kibutz a solo dos kilómetros de la frontera siria, es el perfecto ejemplo de esas historias humanas que laten en el corazón de la guerra y el sufrimiento. En este artículo, exploraremos la vida cotidiana en Ein Zivan, la resiliencia de sus habitantes y el delicado equilibrio entre la paz y la guerra.
Un viaje hacia el kibutz: el escenario de la resistencia
Imagina que estás conduciendo por una carretera solitaria. A ambos lados, el paisaje árido de los Altos del Golán te rodea. El cielo es azul, pero la tristeza se siente en el aire. Cada tanto, pasas junto a terrenos arrasados, un sutil recordatorio de que las cosas nunca volverán a ser lo que eran. A medida que avanzas, te preguntas: ¿cómo es posible que la vida continúe aquí a pesar de los misiles y la incertidumbre?
Cuando llegas a Ein Zivan, el ambiente cambia. Aun con el miedo que acecha, los 400 judíos que viven aquí han tomado la firme decisión de no marcharse. En lugar de eso, se aferran a sus hogares y a su modo de vida. Karina y Gyora Chepelinsky, un matrimonio que representa la esencia de este kibutz, son el vivo reflejo de esa resistencia.
«¿Por qué no nos vamos de aquí? Muy fácil, es nuestra casa», dice Gyora, su voz cargada de determinación. Cada vez que escucho esa frase, me pregunto: ¿qué harías tú en su lugar? El coste emocional de abandonar un hogar es inimaginable.
El lado más dulce de la vida en tiempos difíciles
Karina y Gyora no solo resisten; han creado un pequeño imperio chocolatero en medio del peligro. Con una fábrica de chocolate que una vez atrajo a 70,000 turistas al año, los Chepelinsky han encontrado una forma de mantener viva la chispa de la normalidad. Recuerdo un momento similar cuando, de pequeño, participaba en una feria de mi barrio donde vendíamos limonada. La sonrisa en las caras de los clientes siempre le daba vida al evento, y lo mismo sucede en su chocolatería.
«Ten cuidado», bromea Gyora al ofrecerme una tableta de chocolate en forma de Muro de las Lamentaciones. «El chocolate es más fuerte que una guerra…» Y así, en medio del caos, estos empresarios han decidido no cerrar su negocio, mientras otros comercios del kibutz han tenido que bajar la persiana.
Pero ser un empresario en tiempos de crisis nunca es fácil. Las balas y los misiles pueden haber robado el flujo de turistas, pero la resiliencia de los Chepelinsky brilla con intensidad. «Si Netanyahu ahora me pidiera consejo, ¡le diría que hay que reventarlos!», insiste, golpeando su puño con pasión. Me hace pensar: ¿la lucha por la paz requiere un cambio radical en la forma en que pensamos sobre el conflicto?
El dilema de la defensa: ser el «malo de la película»
A medida que la conversación avanza, Gyora se vuelve filosófico, adentrándose en las complejas visiones del conflicto. «No sé si soy el bueno o el malo», dice, y creo que muchos de nosotros nos vemos reflejados en su dilema. ¿Es posible que la paz solo se logre a través de la violencia? La historia nos dice que, a menudo, el miedo se convierte en el primer paso para alcanzar la paz.
El kibutz no está solo. La zona cuenta con una kitat konenut, o brigada local, que se encarga de proteger a la comunidad. Estos jóvenes, que generalmente están en la reserva del ejército, llevan armas y uniformes mientras hacen malabares con su juventud y la realidad del conflicto que los rodea.
Por un momento, recordé mi adolescencia, cuando un grupo de amigos y yo organizamos una patrulla en mi calle para «proteger» a nuestro vecindario de posibles problemas. Naturalmente, nos sentíamos bastante heroicos, aunque en el fondo solo estábamos buscando una forma de emular las hazañas de nuestros héroes de acción de las películas. Sin embargo, no hay nada de heroico en tener que portar armas a tan corta edad.
Miguel y el chocolate: historias personales en la guerra
Lo más conmovedor es escuchar cómo estas historias se entrelazan con la realidad de las vidas perdidas. «Uno de los niños que mataron en Majdal Shams era familiar de uno de nuestros empleados», cuenta Karina, su voz se quiebra al recordar la tragedia. Nunca falta un halo de dolor en medio de la lucha por sobrevivir. La comunidad judía y drusa realmente están interconectadas aquí, y la pérdida de un niño trasciende las fronteras culturales y religiosas.
La vida sigue, aunque el miedo acecha en cada esquina. Mi mente se vuelve nuevamente introspectiva: ¿realmente estamos preparados para enfrentar nuestras pérdidas? Cada vez que pienso en esas familias que han perdido a un ser querido, siento una punzada de compasión. El dolor no tiene límites, y esos momentos de tristeza son universales, no saben de fronteras ni de conflictos.
La trama política: el papel del Hezbollah y el estado de Israel
Una de las cuestiones más percibidas en este conflicto es la intervención de Hezbollah. Este grupo, fundado a principios de los años 80, ha estado en el centro del conflicto entre Israel y Líbano. A menudo en las noticias, el nombre de Hezbollah suena como una sombra oscura entre las luces del progreso, especialmente cuando se habla de misiles y ataques.
Los Chepelinsky son claramente conscientes de esto: «Todo el mundo piensa que el conflicto es entre nosotros y Hezbollah, un grupo terrorista, pero también asesina a su gente», declaran con franqueza. Entender que la lucha no es solo entre dos bandos, sino que hay otros actores involucrados, hace que la complejidad del conflicto sea aún más evidente.
Al analizar la historia de estos conflictos, no podemos ignorar que a veces los enfoques de la política internacional han fracasado estrepitosamente en crear paz duradera. ¿Cuántas veces hemos oído la frase “no más guerra” y hemos sido testigos de todo lo contrario? Es una amarga ironía que solo aquellos que han conocido el caos de la guerra puedan comprender en su totalidad.
Más allá de las fronteras: el anhelo de paz
Las palabras de Gyora resuenan: «Yo quiero vivir en paz». Es un deseo humanitario por excelencia. Por un momento, me pregunto: ¿es demasiado pedir? La respuesta parece ser un eco de la historia; la paz es frágil y, a menudo, sigue siendo un ideal inalcanzable.
Mientras mi mente se inunda con imágenes de conflictos pasados, también pienso en las innovaciones sociales que han surgido de la necesidad de coexistencia. Los kibutz comenzaron como comunidades socialistas, los hogares de un sueño colectivo que ha tenido que adaptarse, evolucionar y, en ocasiones, defenderse ferozmente.
La mezcla de culturas en este enclave – judíos, drusos e incluso vínculos con comunidades árabes, todos luchando por sobrevivir en tiempos difíciles – es un recordatorio de que la forma en que interactuamos con nuestras diferencias puede, de hecho, ser el camino hacia una paz duradera. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a aprender de esas tensiones?
Mirando hacia el futuro: ¿qué podemos hacer?
Entonces, clamo por una conclusión que trascienda las fronteras y que, como humanos, podemos abrazar: la empatía. Si algo nos ha enseñado el kibutz de Ein Zivan, es que, a pesar de las diferencias, todos compartimos un deseo común: vivir en paz y prosperidad.
Una vez más, surge la pregunta: ¿qué podemos hacer nosotros, desde nuestras cómodas vidas, para entender y, quizás, incrementar la paz en el mundo? Quizás se trate de escuchar más, de educarnos, de abrir nuestras mentes y corazones a las historias de aquellos que luchan en circunstancias que a menudo no comprendemos.
En este mundo caótico y lleno de conflictos, recordar las historias de individuos como Karina y Gyora puede ser el primer paso hacia un cambio significativo. Al final del día, la guerra puede ser fría y cruel, pero la humanidad tiene aún la facultad de desafiarla con amor y resiliencia.
Como un dulce trozo de chocolate en medio de amargas realidades, la esperanza y la unión podrían ser la verdadera respuesta. Y quizás, solo quizás, ese anhelo de paz que todos compartimos no sea tan inalcanzable después de todo.