La anarquía. Nada más mencionar la palabra, mucha gente se espanta, como si les estuviese hablando de monstruos escondidos debajo de la cama. Para mí, al contrario, estas palabras me traen recuerdos positivos. Cuando era más joven, tuve la oportunidad de conocer a muchos individuos que se identificaban como anarquistas. No eran criminales ni desaliñados, como el estigma comúnmente asocia. Eran eruditos. Amantes de la libertad y defensores intransigentes de la justicia social. Desde aquel entonces, siempre he tenido una especial curiosidad por la anarquía, esa opción política que aboga por la ausencia de poder público y el establecimiento de una convivencia organizada, cooperativa, solidaria, pacífica y ética.

Pero ¿qué sucedería si alguien pervirtiera esta visión? ¿Si la toma como una nueva corriente para justificar con un manto «libertario» la anarquía de los poderosos, quienes buscan debilitar el Estado y las restricciones al capitalismo salvaje?

Recientemente he visto algo que me dejó perplejo. Algunas facciones de la derecha extrema y la ultraderecha están comenzando a identificarse como «anarcocapitalistas». A primera vista, se podría pensar que ambas corrientes comparten el sueño de un mundo sin gobierno central. Pero una mirada más cerca revela una realidad lúgubre. Los «anarcocapitalistas» no pretenden desmantelar el poder estatal para crear una sociedad cooperativa, solidaria, pacífica y ética, sino para privatizar el poder y dar rienda suelta a la explotación.

Ahora bien, ¿se imaginan las mismas palabras saliendo de la boca de pensadores radicales como Bakunin, Kropotkin o Malatesta? ¡vade retro, Satanás! Como diría mi abuela, eso es como mezclar churras con merinas. O mejor, poner al zorro a cuidar el gallinero.

Si actuamos con honestidad y nos quitamos las gafas de colores, podremos ver que la función del Estado no es otra que la de proteger los intereses comunes de la sociedad ante los abusos individualistas. Aunque no sea perfecto, es hasta ahora el único baluarte que tenemos frente a la avaricia y falta de escrúpulos de algunos gigantes del capitalismo financiero transnacional.

¿Pero qué hay de ese sueño anarquista, de una sociedad libre de explotación y violencia, donde la cooperación y solidaridad sean la norma y no la excepción? ¿Es solo una utopía o puede haber algún rayo de esperanza? ¿Dónde quedó ese noble deseo de una sociedad donde cada individuo pueda asumir su responsabilidad sin necesidad de ser impuesta?

El progreso divide su camino en dos: el pesimismo que busca frenarlo y el optimismo que insiste en seguir adelante. Aunque tenemos a diario ejemplos desgarradores del egoísmo y la maldad humanos, situaciones en las que parece que lo peor de nosotros se ha impuesto a lo mejor, también podemos vislumbrar claros signos de progreso. Si pudiéramos viajar en el tiempo y presentar nuestras sociedades actuales a personas de sólo hace cien años, seguramente se escandalizarían al ver lo lejos que hemos llegado.

Aun con los claroscuros que nos ofrece la actualidad, es irrefutable que nuestra conciencia colectiva avanza. A pesar de los intentos de manipulación y desinformación, cada vez hay más ciudadanos informados y con menos tolerancia hacia los abusos. Progresivamente, somos más conscientes de que somos una sola especie con un destino común y de que debemos salvaguardar nuestro hogar: el planeta.

Ahora bien, esta evolución hacia una convivencia solidaria, justa y libre no es algo que pueda lograrse de la noche a la mañana. Todos aquellos sistemas en los que se ha intentado imponer de forma abrupta unas condiciones idílicas han fracasado estrepitosamente. Es un proceso evolutivo y continuo. En otras palabras, son necesarios el tiempo y la paciencia para incorporar a nuestras decisiones diarias y nuestros sistemas políticos la ética y el bien común.

No, usted y yo no veremos el tiempo en que cada ser humano pueda vivir sin el temor de otro individuo o entidad que tenga poder sobre él. Pero, al ritmo que avanzamos, estoy convencido de que ese día llegará. Mientras tanto, nosotros debemos sembrar las semillas de ese cambio. Debemos ser responsables con nosotros mismos, con nuestro entorno y con aquellos que nos seguirán generación tras generación.

Así que ahora te pregunto, ¿estás listo para ser parte de esta evolución hacia una sociedad justa, libre y solidaria?