Cuando pienso en el término “maestro”, inevitablemente me viene a la mente una figura que, a lo largo de los años, ha proyectado una sombra luminosa sobre todos aquellos que han tenido el privilegio de conocerlo. Juan Arias, un hombre que vivió su vida con tal pasión y dedicación que su legado trasciende el periodismo y se adentra en los corazones de quienes lo conocieron. Menciono esto porque, a menudo, cuando hablamos sobre la vida de alguien tan influyente, de inmediato pensamos en las grandes hazañas, en los premios y en las conferencias magistrales. Sin embargo, lo que realmente deja huella son las historias, las anécdotas y las lecciones que compartió a lo largo del camino.
Primeros pasos en Brasil: la historia de un corresponsal
Recuerdo la primera vez que escuché hablar de Juan. Me encontraba trabajando en una redacción, inmerso en la rutina diaria del periodismo cuando, de repente, surgió el nombre de este corresponsal en Brasil. “Y si tienes dudas, pregúntale a Juan Arias”, decían mis superiores, como si mencionaran la contraseña secreta a un refugio de sabiduría. No pasaron muchas semanas antes de que decidiera marcar su número. Y quién podría haber adivinado que ese simple gesto daría pie a una relación profesional enriquecedora y a una conexión personal entrañable.
La primera vez que hablé con Juan fue como tratar de descifrar un antiguo manuscrito. Su voz, suave y cálida, contrastaba con la imagen que había formado en mi mente: un periodista curtido en mil batallas, capaz de compartir historias cautivadoras sobre los matices culturales de Brasil. Me sumergí en un océano de dudas; no entendía cómo un país podría ser tan diverso y complejo, un lugar donde algunos se desplazaban en helicóptero por sobre el tráfico de São Paulo mientras otros navegaban en piraguas vendiendo frutas en el Amazonas.
Poco después decidí visitarlo en su hogar en Saquarema, un pueblito costero donde las olas parecían susurrar secretos a quienes estaban dispuestos a escuchar. Me encantó la idea de conocer su entorno, esa casa llena de color y luz que se mantenía abierta a las historias del pasado. Pasar tiempo con Juan y su mujer, Roseana Murray, fue, sin lugar a dudas, uno de esos momentos que marcan un antes y un después en la vida de uno.
Historias entre olas y palabras
¿Y qué se hace en la playa con un maestro del periodismo y la literatura? Se habla, se escucha y, sobre todo, se aprende. A lo largo de aquellas largas caminatas junto al mar, Juan compartió sus experiencias, su amor por la escritura y su visión del mundo. Desde discusiones sobre la evolución política de Brasil hasta reflexiones más profundas sobre el sentido de la vida, cada conversación era un regalo.
Juan no era solo un periodista; era un hombre fascinante. Un “niño de la guerra”, un exalumno de seminario, un cura en un momento de su vida y, finalmente, un excura. Su historia era un laberinto de decisiones y experiencias que habían configurado su ser. La curiosidad en su mirada reflejaba la esencia de un hombre que nunca dejó de explorar, de cuestionar y, sobre todo, de aprender.
Recuerdo una anécdota particular. Mientras paseábamos y me narraba la historia de cómo dejó atrás todo lo que conocía para mudarse a Brasil, no pude evitar imaginarlo como el protagonista de una película, un Marcus Aurelius moderno que decidió construir su vida desde cero en tierras desconocidas. Optó por los aromas y los colores de Brasil, desafiando las tendencias y construyendo una nueva narrativa.
La influencia de Juan en las nuevas generaciones
A medida que han pasado los años, me he percatado de que Juan Arias no solo dejó una huella en aquellos que tuvieron el privilegio de conocerlo personalmente. Su impacto se siente profundamente en la comunidad de periodistas, tanto brasileños como españoles, con quienes trabajó en El País Brasil. La generosidad con la que impartió sus conocimientos, el tiempo que dedicó a los jóvenes talento y su disposición para tender una mano siempre fueron características distintivas de su legado.
Es curioso como el entorno profesional puede a veces convertirse en un verdadero campo de batalla, lleno de rivalidades y competencia. Sin embargo, Juan siempre buscó fomentar un ambiente colaborativo, donde cada voz tuviera espacio para crecer y resonar. Recuerdo haber asistido a varias conferencias en las que participaba y ver cómo los ojos de los jóvenes periodistas se iluminaban al escuchar su sabiduría. Era un verdadero faro en la tormenta, iluminando caminos por los que muchos no se atrevían a andar.
Uno de los momentos más impactantes que viví junto a él fue cuando, durante un seminario, se me acercó para preguntarme sobre mis proyectos. Con su habitual curiosidad, escuchó atentamente cada palabra y, al final, me dio unos consejos sencillos pero profundos. «No temas ser honesto y auténtico», me dijo. «Las mejores historias surgen de la verdad.» Hoy, esas palabras resuenan en mí y me guían en mi camino como creador de contenido.
Reflexiones sobre la vida y la muerte
En sus últimos días, sabía que su tiempo se estaba agotando. Los amigos y colegas se acercaban a él, esperando escuchar esas palabras de sabiduría que siempre nos ofreció, esa lucidez que jamás se desvaneció. Lo curioso es que, en lugar de lamentarse por su inminente adiós, Juan utilizó su tiempo para reflexionar sobre una vida plena. Con la calma de un maestro zen, me envió un mensaje por WhatsApp en el que, con su característico tono optimista, afirmaba que no tenía derecho a quejarse, porque había tenido una «vida muy larga y muy feliz».
Ahora, eso de «vida larga y feliz» podría servir de subtítulo a todo un programa de televisión si se lo propusieran. Pero, más allá de la broma, esa frase se ha convertido en un mantra que llevo conmigo. Reflexionar sobre la muerte nunca es fácil; sin embargo, Juan lo hizo como todo un filósofo, mostrando que la vida está llena de regalos y que cada momento es una oportunidad para celebrar. La risa y el humor también encontraban su espacio en sus palabras, como si él mismo hubiera querido recordarnos que la vida es un carnaval, aunque, a veces, también se cierne la tragedia.
Un legado que perdura
Así que, ¿qué nos queda tras la partida de un grande como Juan Arias? La respuesta es sencilla, pero profunda: un legado. Hay quienes piensan que solo los nombres famosos son recordados, pero el verdadero impacto se mide en las vidas que tocamos, en las historias que contamos y en la forma en la que influimos en el camino de otros. Juan dejó una huella indeleble que continuará iluminando la senda de futuros periodistas, escritores y, por supuesto, soñadores.
Al recordar aquellos días en Saquarema, con el mar como testigo silencioso, entiendo que una de las más grandes lecciones que nos dejó fue la importancia de vivir con autenticidad. No se trataba solo de ser un periodista brillante; era, ante todo, un hombre de carne y hueso que supo entrelazar su pasión por contar historias con la humanidad y la empatía que todos queremos cultivar.
Así que aquí estamos, reflexionando sobre su vida y su legado. ¿Cuántos de nosotros podemos decir que hemos vivido de manera tan completa? ¡La vida de Juan podría ser una excelente película! ¿Quién no querría ver cómo un hombre desafió las expectativas y construyó su propio camino en un mundo que muchas veces parece caótico?
A medida que nos adentramos en el futuro, recordemos que su legado no solo vive en sus palabras impresas, sino en nuestras acciones, en la forma en que tratamos a los demás y en cada historia que contamos. Un brindis por Juan Arias, un maestro cuya vida fue una mezcla perfecta de emoción, sabiduría y humor. Su luz sigue brillando, y podemos sentir su influencia en cada rincón del periodismo y en cada relato que tenemos el privilegio de compartir.
¡Gracias, Juan! Por recordarnos que siempre hay un lugar en el mundo para quienes se atreven a seguir su corazón y a escribir su historia.