En los últimos años, el debate sobre la violencia de género ha ido evolucionando de manera significativa. Sin embargo, entre tantas reformas y cambios legislativos, hay un grupo que sigue en la sombra: niñas, niños y adolescentes que habitan en entornos donde la violencia machista se ha normalizado. Si bien es un tema complicado y a menudo doloroso, es crucial que abordemos la realidad de estos pequeños, que son, en muchos casos, los espectadores silenciosos de una tragedia.
20 años de olvido
Pongámonos un poco en contexto. Desde la aprobación de la Ley integral contra la violencia de género hace dos décadas, se ha hecho mucho para proteger a las mujeres, pero se ha hecho muy poco para atender las necesidades de las y los más pequeños. Me encanta recordar la época en la que descubrí cómo se preparan las leyes: sentí que esto era algo lleno de promesas. Pero, ¿qué ocurre cuando esas promesas no se cumplen para quienes más las necesitan?
La ley se ha modificado en varias ocasiones, y aunque su propósito inicial fue admirable, es evidente que la inclusión de niños y niñas ha sido más un parche que una solución. ¿Por qué se les ha ignorado tanto? Cada vez que se menciona una víctima de violencia doméstica, nadie repara en el impacto que esto tiene en los menores que habitan ese mismo hogar. Alguien necesita recordarlo: si una mujer es víctima de un agresor, sus hijos e hijas también lo son.
La lucha por la inclusión
A lo largo de estos años, se han producido cambios en la legislación, pero sigue habiendo un vacío cuando se trata de reconocer a estos pequeños como víctimas por derecho propio. Nos encontramos con un fenómeno conocido como violencia vicaria, que, aunque ha sido nombrado en algunos textos, aún parece ser solo una nota al pie de página en las discusiones sobre violencia de género.
El informe del Defensor del Pueblo de 1989 ya lo decía claro: la violencia de género tiene un impacto directo y devastador en el desarrollo de los niños y niñas. ¡Vaya si lo hemos olvidado! ¿Cuántas generaciones más deben sufrir las consecuencias de esta desatención?
En 2015, otra norma reconoció que los niños que viven en hogares con violencia son, sin duda, víctimas, y aunque este fue un paso importante, ¿es suficiente? Cada vez que escucho hablar sobre el «interés superior del menor», me pregunto si realmente se entiende su significado. Detrás de esta frase hay vidas, emociones, miedos y, sobre todo, derechos que deben ser garantizados.
La responsabilidad de la sociedad
Imaginémonos por un momento a un niño o una niña que vive en un hogar donde la violencia se hace presente. ¿Cuál es su paisaje emocional? ¿Qué lecciones aprende al observar cómo su madre es tratada? El daño que se provoca muchas veces no es solo físico, sino también psicológico, y las cicatrices pueden durar toda una vida. Pero, curiosamente, parece que seguimos haciendo oídos sordos.
Las organizaciones como Save the Children han alertado sobre la incomprensión del sistema de protección actual, que trata a los hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género como “objetos”. ¡Imaginen eso! No son solo estadísticas, son niños que sienten, que sanan y que también sufren. La campaña de 2011, titulada «En la violencia de género no hay una sola víctima», sonó como un eco en el vacío. Un eco que no ha despertado la conciencia de quienes deben actuar en el ámbito legislativo y judicial.
Cambios invisibles en un sistema anticuado
Lamentablemente, en un entorno donde prima la burocracia y donde muchos actores sociales, legales y judiciales no reciben la formación adecuada sobre la violencia de género y su impacto en la infancia, es fácil perder de vista lo que realmente importa: los derechos de los niños y niñas.
Las estadísticas son alarmantes. Según la Macroencuesta realizada en 2019, hay más de 1.6 millones de menores que viven en hogares donde se ejerce violencia contra la mujer. Pero, ¿qué hacemos al respecto? Es como si estuvieras en una sala abarrotada donde todos gritan, y tú, que solo pides atención al niño que llora, te encuentras ignorado en un rincón.
Un futuro más esperanzador
No quiero ser solo un portador de malas noticias. Es fundamental que, hacia el futuro, hagamos un esfuerzo consciente para incluir en las políticas de violencia de género la voz y los derechos de los menores. ¿No debería ser imperativo que cada vez que se hable de violencia de género, se incluya su impacto en la infancia como parte integral del debate?
Es indispensable que formemos a quienes toman las decisiones. A veces, al revisar las políticas actuales, uno se siente frustrado. Es como intentar hacer que un pez vuele: se ven esfuerzos, pero no hay resultados. Es el momento de cuestionarnos y replantear cómo abordar este tema de manera efectiva y humanitaria. Me encantaría ver a legisladores y profesionales de la justicia en aulas donde se debatan emociones, derechos y sobre todo, historias.
Escuchar a las víctimas
Escuchar a los niños y niñas es un paso que debemos dar. Podemos aprender tanto de ellos. En el caso de Juana Rivas, su hijo tuvo que lidiar con la realidad que le fue impuesta, y hoy, muchas voces nos gritan que debemos darles un espacio y una voz. Las generaciones futuras merecen un entorno donde su bienestar emocional sea la prioridad. No solo son el futuro; son el presente.
En la actualidad, es vital que les creamos. Sus experiencias no son solo palabras vacías; son realidades que nos exigen actuar. ¿Cuántas historias más necesitamos oír antes de que se consideren sus derechos y necesidades en las decisiones legislativas? ¿Cuántas veces más debemos recordarnos que en este panorama de violencia machista, la infancia no es una estadística, sino un grupo vulnerable que necesita protección?
Conclusión: Una lucha por la empatía y los derechos
La lucha contra la violencia de género exige una reflexión profunda sobre cómo abordamos la cuestión de la infancia en medio de todo esto. No se trata solo de escribir leyes y lanzar reformas; se trata de construir un futuro donde el bienestar de todas las víctimas sea una prioridad.
Es hora de que nuestra sociedad comience a ver a esos niños y niñas no como estadísticas, sino como individuos con derechos, como personas que merecen un hogar libre de violencia en cualquiera de sus formas. Como dice el viejo refrán: «Donde hay un hogar, debe haber amor». Establezcamos esos hogares seguros, comenzando por escuchar y proteger a quienes aún no tienen la voz para hablar.
Así, cuando miremos hacia atrás, quizás podamos decir que hemos hecho más que solo parches; hemos tejido un nuevo tejido social donde cada hilo, cada niño y cada historia cuenta. ¿No es ese el legado que quisiéramos dejar?