En un mundo donde la información está al alcance de un clic y las redes sociales dictan las tendencias, la desinformación se ha convertido en uno de los mayores problemas de nuestra era. Los recientes comentarios del periodista Rafael Rodríguez, que parecen poco más que un eco del discurso del presidente del Gobierno, nos invitan a reflexionar sobre qué entendemos por verdad y cómo esta se manipula en el tablero político y mediático. ¿Estamos realmente informados o solo bien desinformados?
La delgada línea entre información y desinformación
Como periodista, siempre he estado Fascinado —y a la vez preocupado— por la forma en que se construyen las narrativas en los medios. ¿Quién puede olvidar la famosa frase «una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad»? Si lo analizamos, podemos ver cómo esta idea ha tomado vida propia en el ecosistema digital actual. El hecho de que Rodríguez afirme que las críticas son «desinformación” abre un debate sobre la integridad profesional y la objetividad en el periodismo: ¿dónde traza uno la línea entre el deber de informar y el deseo de proteger ciertas narrativas?
Recordemos aquel momento en el que un amigo mío, muy convencido de su opinión sobre un tema político, compartió un artículo que comenzó diciendo «según un estudio reciente…». Al revisar la fuente, resultó ser una publicación satírica. A veces, la verdad se encuentra en los lugares más insospechados, ¿no creen?
La responsabilidad del periodista: un papel comprometido
Los periodistas deberían ser los guardianes de la verdad, aquellos que presentan hechos verificables en lugar de interpretaciones sesgadas. Sin embargo, el caso de Rodríguez resalta un fenómeno común en la comunicación moderna: la interpretación selectiva de los hechos. Cada vez que un periodista presenta información, se enfrenta a la tentación de sesgarla para alinearla con su narrativa personal o la de su medio. Esta es una tarea compleja porque el periodismo, cuando se hace bien, debe compromiso con la verdad, pero también con la audiencia.
Imaginemos por un momento a un periodista montando una especie de equilibrio en una cuerda floja. Por un lado, tiene la presión de su audiencia, que espera contenido que resuene con sus creencias. Por el otro, tiene la ética profesional que le llama a presentar la información de manera objetiva. Ah, la eterna lucha! En algún punto, esa presión puede convertirse en una distorsión de la realidad.
El peligro del eco mediático
El fenómeno que vivimos hoy en día se asemeja al eco mediático, donde las voces afines se amplifican y las discordantes se silenciar. Este amalgama de información trae consigo un problema mayor, la polarización. Cuando un periodista empieza a hablar de desinformación respecto a ciertos hechos, es fácil caer en la trampa de querer ignorar otras voces. Esta situación recuerda a algunos debates de familia en las cenas navideñas, donde cada uno defiende su posición con tal fervor que se podría pensar que se trata de la última cena antes del apocalipsis.
Por otro lado, no podemos olvidar que existe un gran sector de la población que, cansada de tantas fake news, ha optado por dejar de informarse o, peor aún, por consumir únicamente aquellas fuentes que reafirmen su propia visión del mundo. ¿Cuántos de nosotros hemos caído alguna vez en esa trampa?
El papel de las redes sociales en la desinformación
Las redes sociales han revolucionado la forma en que consumimos información. Plataformas como Twitter, Facebook e Instagram permiten que cualquier persona publique lo que desee, sin necesidad de un filtro. Por un lado, esto democratiza la información, pero por el otro, permite que la desinformación florezca.
¿Te acuerdas de aquel video viral de hace unos meses que aseguraba que un famoso cantante había declarado la guerra a un país entero? Resultó ser un montaje. Por suerte, no era un asunto tan serio, pero la velocidad con la que se compartieron esas «noticias» fue asombrosa. Por eso, es vital que el público aprenda a dudar sanamente de lo que consume. ¿Vale la pena verificar? Absolutamente.
La importancia de la veracidad en los medios
Volviendo al comentario de Rafael Rodríguez, el problema no solo radica en la percepción de las «noticias que no gustan», sino también en cómo esto afecta la confianza del público en los periodistas. En un momento en que las audiencias requieren información precisa, el periodismo se enfrenta al desafío de demostrar su valor y compromiso con la veracidad.
La Asociación de la Prensa ha sido un bastión vital para el periodismo y ha promovido la ética en esta profesión. No obstante, cuando un periodista subestima su importancia, corre el riesgo de ser desplazado por voces menos escrupulosas y conspirativas.
Mitos y realidades sobre la desinformación
En el proceso de desentrañar la desinformación, surgen mitos. Uno de ellos es que todos los periodistas son intencionadamente sesgados. No hay duda de que sí existen en el campo, pero la gran mayoría trabaja bajo principios éticos y con la intención de informar. Como en cualquier profesión, hay manzanas podridas que empañan el buen nombre de todo el grupo.
Imagina que un día decidieras ir a un bar a cenar, y al ver una noticia negativa sobre ese lugar, decidieras no volver. ¿Realmente habrías tenido una experiencia completa? La clave está en la verificación de información y en la apertura a escuchar todas las voces.
La desinformación en el contexto actual: un desafío global
Los problemas de desinformación son globales. Desde las elecciones en Estados Unidos hasta los debates sobre el cambio climático, los ejemplos de cómo la desinformación puede manipular la opinión pública son abundantes. Estamos viendo un efecto cascada donde una pequeña mentira puede convertirse en una verdad indiscutible. Este fenómeno es especialmente peligroso en momentos de crisis, como la pandemia de COVID-19, donde la información precisa determina vidas.
Disfruto recordar un episodio durante el confinamiento donde una abuela en mi barrio estaba convencida de que tomar agua caliente cada hora la protegería del virus. Mientras luchábamos por hacer circular información precisa y fiable, el miedo y la desinformación provocaron reacciones inesperadas. A veces, se necesitan más que pruebas contundentes para convencer a ciertas personas.
La solución: educar y empoderar al público
Entonces, ¿landing a dónde vamos a parar? Si la desinformación es un mal, el conocimiento y la educación son el antídoto. Debemos educar al público sobre cómo distinguir entre información genuina y falsedades. La alfabetización mediática debe ser parte de la educación básica porque un público informado es lo que realmente puede sostener una democracia efectiva.
En la actualidad, algunas instituciones están empezando a implementar programas que enseñan cómo verificar datos y fuentes. ¿No sería genial que todos tuviéramos un «fact-checker» en nuestro bolsillo? La responsabilidad también recae en los medios de comunicación para ser transparentes y aclarar sus fuentes. Al final del día, todos queremos lo mismo: acceder a información veraz y oportuna.
Conclusión: hacia un futuro más informado
La era de la información es también la era de la confusión. La conversación que surge de los comentarios de Rafael Rodríguez nos obligan a cuestionar no solo el contenido que consumimos, sino también cómo lo integramos en nuestras vidas. Vivimos tiempos donde hay que mantener una postura curiosa y escéptica, sin caer en la parálisis del análisis.
Asumamos, como comunicadores y como audiencia, la responsabilidad que tenemos en este entramado de información. Si bien enfrentamos el monstruo de la desinformación, no perdamos de vista que el conocimiento siempre será nuestra espada más poderosa en esta batalla. Al fin y al cabo, la verdad siempre encontrará la manera de salir a la luz, aunque a veces le tome más tiempo del que desearíamos.