El fenómeno de la okupación se ha convertido en uno de los temas más polémicos y debatidos de los últimos años en España. Se mezcla con la crisis de vivienda, la precariedad y, como no podía ser de otra manera, un caldo de cultivo de historias impactantes que nos conectan con la realidad de muchas personas. ¿Te imaginas vivir en un edificio donde las donaciones para la luz se convierten en supervivencia y las cuatro ruedas de tu coche son pinchadas por unos vecinos que no has elegido? Imagínate cómo podría ser enfrentarte a una situación así. La historia que te cuento hoy tiene lugar en el corazón de La Guindalera, un barrio del distrito de Salamanca en Madrid, donde la línea entre el hogar y el caos se ha difuminado.

El origen de una crisis habitacional

La historia del edificio de la calle Azcona es casi épica en su forma más trágica. Todo comenzó con la quiebra de una empresa constructora, lo que dejó a 16 viviendas vacías. Esa vacante fue el preludio de un rumor, de una llamada de atención de quienes necesitaban un techo. Desde 2010, la okupación se ha apoderado de este edifico, dejando a las familias legítimas con la carga de una vivencia que sería motivo de angustia en cualquier hogar.

Aquí es donde la historia se complica. En 2020, un nuevo jugador entró en la escena: la Sareb, la llamada “banco malo” que se hizo cargo de gran parte del stock inmobiliario quedado tras la crisis. En 2023, empezaron a vender propiedades, incluido este edificio en La Guindalera. Cinco familias compraron sus hogares de manera legal, pero el sueño de tener un hogar pronto se convirtió en una pesadilla cotidiana. La pregunta es: ¿qué les hace a estas familias decidir vivir en medio de una trifulca constante? ¿Por qué soportar la convivencia con okupas?

Un día a día lleno de tensiones

Las historias de los propietarios legítimos son desgarradoras y están llenas de miedo, inseguridad y, en ocasiones, impotencia. Uno de estos propietarios, cuyo nombre mantendremos en el anonimato por miedo a represalias, compartió con nosotros su experiencia: «La Policía viene cada semana. Este mismo sábado se personaron en varias ocasiones… no sabemos cuánto aguantará deshabitado». Es desconcertante pensar que vivir en un lugar que debería ser seguro, puede convertirse en un campo de batalla.

Te puedes imaginar la escena: familias normales lidiando con amenazas y actos violentos de sus vecinos, quienes además han encontrado la forma de gestionar y subarrendar los pisos que no les pertenecen. En el fondo, existe un mecanismo que parece funcionar como una mafia entre las sombras, obteniendo beneficios a expensas del caos. Cuando hay un desalojo, es como si se desencadenara un efecto dominó. El último caso fue en mayo de 2024, y como era de esperarse, el boicot fue inmediato, destruyendo el telefonillo del edificio. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por “defender nuestro hogar”?

Actos vandálicos que remontan a la barbarie

La atmósfera no solo se caldea por los conflictos entre okupas y propietarios; también hay una suerte de tribalismo oscuro que inunda el edificio. La violencia no es ajena a ellos: una de las okupas rompió la nariz de una propietaria “después de un intercambio de palabras”. Y no me malinterpretes, no estamos hablando de un malentendido trivial. El dueño terminó llamando a Emergencias después de un ataque físico que testimonia lo lejos que se ha llegado en esta lucha de poderes.

La situación se vuelve más dantesca cuando consideras que las disputas no solo se limitan a gritos y amenazas. Los okupas han tomado medidas para protegerse de cualquier intento de desalojo, como instalar cámaras de vigilancia en las zonas comunes del edificio. Y la respuesta de los legítimos propietarios: «Eso no está autorizado por la comunidad». Pero, ¿quién se atreve a retirar esas cámaras cuando sabes que podrías enfrentarte a consecuencias graves?

La vida diaria en un campo de batalla

La vida diaria no solo se ve salpicada por esta violencia; hay un cúmulo de problemas que se acumulan como la escoria de una olla a presión. Enganches ilegales de agua y luz son cosa del día a día, y las compañías de servicios públicos no son ajenas a este drama. Uno de los operarios de Canal de Isabel II se encontró con un escenario escalofriante: al intentar quitar algunos enganches ilegales, los okupas le hicieron una periquera de advertencias. ¿Te imaginas cómo se sentiría al salir de ahí y encontrarse las cuatro ruedas pinchadas? Un recordatorio de que, pese a todo, no hay un final feliz en el horizonte.

Los propietarios legítimos también se quejan de un ambiente insoportable, donde hay «excrementos por las paredes» y ruidos de porrazos a las puertas. Todo esto plantea la pregunta: ¿cómo es posible que las autoridades no puedan hacer más? La respuesta es compleja, pero está claro que el conflicto sigue sin resolverse.

Reflexionando sobre un dilema social

La okupación no es un tema que pueda ser destilado en blanco y negro. En muchos casos, estos okupas son familias en apuros, buscando desesperadamente un hogar. Por otro lado, las historias de los propietarios legítimos son igualmente reales y dolorosas. Esto plantea un dilema social: ¿cómo encontramos un equilibrio entre la necesidad urgente de vivienda y los derechos de quienes ya son propietarios? No hay respuestas fáciles, pero es fundamental mantener un diálogo.

Mirando hacia adelante, es complicado esperar un final satisfactorio en este drama. La respuesta a esta crisis de vivienda parece difusa a los ojos de muchos. Y son exactamente esas opiniones las que, a menudo, ignoran la experiencia de los propietarios que viven al lado del terror y la incertidumbre.

Conclusión: hacia una solución sostenible

La historia de La Guindalera es un reflejo del caos que puede surgir cuando las políticas de vivienda son inadecuadas o inexistentes. Mientras las familias legítimas luchan día a día, como si estuvieran en una partida de ajedrez donde el tablero se desmorona, el resto de la sociedad observa, a veces, con incredulidad.

Por lo tanto, es fundamental que se tomen decisiones informadas y compasivas. Las comunidades no deben ser vistas como un mero espacio físico, sino como un tejido humano complejo con historias que merecen ser escuchadas. Y mientras encontramos soluciones, quizás la verdadera pregunta no resida solo en cómo recuperar una vivienda, sino en cómo restaurar un sentido de comunidad. Porque al final, todos merecemos un lugar al que llamar hogar.

Alguien una vez me dijo que no hay nada más poderoso que la vulnerabilidad. Hoy, viendo lo que pasa en La Guindalera, creo que tiene razón. Uno de estos días, quizás, descubramos esa vulnerabilidad colectiva y juntemos esfuerzos para buscar una solución sostenible. ¿Por qué no empezar ahora?