En los últimos tiempos, la ciudad de Barcelona ha estado en el ojo del huracán debido a una serie de desalojos que han sacudido no solo las calles, sino también la conciencia social de sus habitantes. Según fuentes del consistorio, y me atrevo a decir que, con un poco de indignación, el clima en torno a este asunto es cada vez más tenso. Ha sido reportado que, en este período de cambios, una persona sin hogar muere cada cuatro días en Barcelona. Este dato, que se asemeja a una estadística fría, debería hacernos reflexionar sobre la situación del sinhogarismo en nuestras ciudades. Pero, ¿qué ha llevado a la administración a tomar decisiones tan drásticas?
La situación de las infraviviendas: entre la legalidad y la necesidad
La actuación reciente en un asentamiento en una gasolinera abandonada pone de manifiesto la doble moral que enfrentamos. Por un lado, las autoridades han autorizado el desalojo con un expediente que declaraba el lugar como infravivienda, un término que implica que, aunque estas personas están viviendo en condiciones deplorables, el Estado se siente respaldado para actuar. Pero, ¿alguna vez hemos pensado qué significa realmente ser considerado una “infravivienda”? ¿Es una simple cuestión de dimensiones o hay una falta más profunda en la que debemos mirar?
Cuando escuché la noticia por primera vez, no pude evitar recordar una anécdota personal. Recientemente, visité un barrio de Barcelona donde las casas con balcones florecidos contrastaban con las chapas y carpas de los asentamientos. Miro a un hombre sentado en un banco, vestido con ropas que habían visto mejores días. Su mirada decía más que cualquier palabra, y aunque el mundo a su alrededor seguía su curso, él parecía estar atrapado en una burbuja de desamparo. ¿Qué pasa con nosotros, como ciudadanos conscientes, cuando pasamos de largo sin ofrecer una sonrisa o siquiera un «hola»?
¿Qué hay detrás del protocolo de servicios sociales?
Durante la tramitación del expediente de desalojo, los Servicios Sociales de Barcelona activaron el protocolo para ofrecer ayuda a las 34 personas identificadas en el asentamiento. Por un lado, es encomiable que existan protocolos destinados a proteger a estos individuos vulnerables. Pero, ¿realmente están funcionando? ¿Es suficiente una oferta de ayuda cuando las calles y los recursos son limitados?
Imagínate en su lugar: un día, amaneces bajo un puente o en una gasolinera abandonada y luego te dicen que tienes que irte, pero solo te ofrecen opciones que pueden no ser alcanzables o adecuadas para ti. La vida de estas personas no es un problema técnico que se resuelva con un formulario o un par de llamadas, sino una lucha diaria llena de incertidumbres y miedos concretos.
El papel de la Guardia Urbana y la administración local
En el escenario del desalojo también juega un papel importante la Guardia Urbana, que, según informes, había avisado a los asentados con antelación sobre la evacuación. Si bien la notificación previa parece un intento de dar espacio y tiempo para que las personas se reubiquen, la realidad es que puede verse como una especie de avisa antes de la tormenta. La pregunta es: ¿es esta la forma más compasiva de manejar situaciones de vulnerabilidad?
A menudo, olfateamos situaciones donde la ley y la empatía chocan de frente. Nos encontramos en un laberinto donde, mientras más buscamos resolver el problema desde una esquina fría de la legalidad, más se escapan los valores humanos. Lo grave es que estos procesos están despojando a las personas de su dignidad, mientras que los letreros de «prohibido vivir aquí» brotan como setas tras la lluvia.
La crisis del sinhogarismo en cifras
Volviendo al desgarrador dato citado anteriormente, la muerte de una persona sin hogar cada cuatro días en Barcelona es una llamada a la acción. Este fenómeno no sucede en un vacío; es el resultado de políticas que no han logrado abordar las necesidades básicas de un grupo cada vez más creciente de la población. Una ciudad tan rica en cultura y oportunidades como Barcelona no debería ser un lugar donde las personas se ven obligadas a vivir en la calle.
Según la Encuesta sobre el sinhogarismo en España, se estima que más de 30,000 personas viven sin hogar en todo el país. Este número ha ido en aumento, y la crisis de la vivienda y el empleo ha exacerbado la situación. Si a esto le añadimos factores como la salud mental y las adicciones, el problema se convierte en una bola de nieve difícil de detener. ¿Por qué seguimos esperando que las cosas cambien?
Mirando a otros modelos
La comparación siempre es odiosa, pero no puedo evitar pensar en otros países donde se han implementado políticas más efectivas para abordar el sinhogarismo. Por ejemplo, en Finlandia, han adoptado un enfoque de «vivienda primero», donde el objetivo es proporcionar un hogar a las personas sin hogar antes de abordar otros problemas en sus vidas. ¿Por qué no podemos aprender de estos ejemplos que funcionan y adaptarlos a nuestra realidad?
En lugar de desalojo, tal vez se debería priorizar la creación de alternativas de vivienda dignas y asequibles. La solución no es sencilla, pero es un reto que debemos asumir, más que simplemente “limpiar” los espacios públicos y declarar que el problema ha sido “resuelto”.
La empatía como motor de cambio
Al final del día, la solución a este enigma reside en nuestra capacidad de generar empatía. Podemos seguir compartiendo estadísticas, revisar protocolos y apuntar a la Guardia Urbana, pero la verdadera transformación comienza cuando como sociedad decidimos, de manera colectiva, cambiar nuestras actitudes hacia estas personas.
Imagina una comunidad donde las personas sin hogar sean vistas no como un problema, sino como individuos con historias únicas y experiencias que pueden enriquecer la vida de otros. Me pregunto: ¿sería tan difícil simplemente escuchar sus historias y aprender de ellas?
Hacer esto puede significar involucrarse en iniciativas que apoyan el sinhogarismo, como donaciones de ropa, alimentos u ofreciendo tu tiempo como voluntario en organizaciones locales que trabajan en la reintegración de estas personas. Tal vez, a través de un café compartido o una conversación sincera, podríamos comenzar a romper las barreras que nos separan.
Reflexiones finales sobre la transformación de la ciudad
En un entorno donde los desalojos son cada vez más comunes, es vital que mantengamos la conversación sobre el sinhogarismo viva. Los espacios que antes eran apenas visibles están emergiendo a la superficie, y es nuestra responsabilidad prestar atención. Preguntémonos cómo podemos construir una Barcelona —y, por qué no, una España— donde nadie quede atrás.
Lo que realmente importa es el cambio que podemos fomentar desde la base, con pequeñas acciones que a largo plazo pueden marcar una diferencia sustancial. ¿Está lista nuestra ciudad para cambiar su narrativa? Yo creo que sí, pero depende de todos nosotros hacer que suceda.
Así que la próxima vez que veas a alguien sentado en la calle, recuerda que cada persona tiene una historia. Tal vez la mejor manera de contribuir no sea solo donando, sino también escuchando. Después de todo, todos merecemos ser escuchados y reconocidos. ¿No crees?