Hay momentos en la vida que, aunque parecen ser simples anécdotas, se convierten en historias memorables; ese fue mi caso una tarde cualquiera, cuando decidí que era una gran idea hacerme unas fotos para el carné de identidad. ¿Y quién hubiera pensado que algo tan trivial podría desatar una serie de eventos cómicos? Acompáñame en este relato que, sin duda, ha dejado una huella imborrable en mi memoria y, espero, también en la tuya.

El día que decidí hacerme fotos para el carné

Recuerdo que era un día nublado y, por algún motivo inexplicable, sentí la urgencia de actualizar mi carné de identidad. Quizás fue que el desgaste de mis fotos anteriores me hacía sentir como un ladrón de identidad en marcha. Así que me arreglé, dejé la pereza a un lado y me dirigí a la cabina de fotos que estaba en la esquina de la calle, justo al lado de la tienda de donas que juraría me estaba llamando a gritos.

Nota: Si estás pensando en hacer algo parecido, asegúrate de ir a la cabina de fotos antes de pasar por la tienda de donas. Un consejo que aprendí a la fuerza.

A medida que llegué a la cabina, noté que la máquina era un poco más vieja de lo que recordaba. La salida del decorado retro me daban ganas de irme, pero la necesidad de un nuevo carné era más fuerte que el miedo a la tecnología obsoleta.

Un pequeño dilema con el asiento

Al acercarme a la cabina, se me acercó una persona, un tanto curiosa, que parecía conocer el funcionamiento del lugar.

—¿Todo bien? —me preguntó con un tono que afirmaba que la curiosidad humana nunca va a desaparecer.

—Pues sí —respondí—, ¿por qué iba a estar mal?

—Por nada. ¿Bien el asiento? —me miró con una expresión que sugería una mezcla entre preocupación y diversión.

Este pequeño intercambio fue solo el inicio de una conversación que rápidamente se adentró en lo más absurdo:

—A lo mejor durito —dije mientras tocaba el asiento, que efectivamente estaba más duro que la cabeza de mi primo cuando no encuentra su teléfono.

Eso sí, después de unos minutos de conversación, descubrí que el asiento tenía una función de ajuste, aunque no estaba muy seguro de cómo funcionaba. Y si te crees que estaba cómodo en esa cabina, piénsalo de nuevo.

La perspectiva es clave

Hablando sobre ajustar el asiento, me vi sumido en una crisis existencial respecto a mi altura. ¿Cómo saber si estaba óbviamente alto? La otra persona, que aparentemente se había convertido en mi nuevo asesor de fotos, me sugirió:

—Te sientas y, si te ves en el espejito, es que estás bien.

Vamos a ser honestos, la última vez que me miré al espejo antes de este día, noté que había más canas de las que esperaba, pero en ese momento, aquellas fueron las palabras que me tranquilizaron.

—¿Hay un espejito? —pregunté, entre una mezcla de confusión y esperanza, esperando que la máquina tuviera un sentido estético más allá del papel fotográfico.

Fue entonces que comprobé que sí, el pequeño espejito estaba ahí. ¡Qué alivio!

¿Estoy normal o no estoy normal?

La diversión aumentaba a medida que la situación se volvía más absurda. El diálogo se tornó tan intrigante como una novela de misterio, pero con un ligero aire de comedia:

—¿Qué ves? —insistió mi nueva amiga.

—¡Cuidado, que entra la luz! —exclamó.

Yo le miraba desde dentro de la cabina, pensando en cómo quizás nunca había sido tan consciente de mi aspecto. Pero era un dilema al que no estaba acostumbrado. Justo en ese momento, me di cuenta de que el concepto de “normalidad” se torna subjetivo: la normalidad para mí es ver que mi cabello no tiene un peinado de los años 80, y no una ola al estilo surfista.

—Me veo la barbilla.

—¿Sólo? —la incredulidad se dibujó en su rostro.

Y así continuamos con este juego de palabras sobre normalidad. Uno podría imaginar un estudio sociológico a partir de nuestra insistente búsqueda hacia lo banal.

El dilema del precio

Finalmente, después de varios esfuerzos visuales y cambios de posición, todo desembocó en lo inevitable: el momento de pago. La realidad económica se nos asomaba como aquel viejo amigo que siempre llega a lo importante tarde.

—¿Cuánto es? —pregunté, esperando que mi monedero roto tuviera suficiente.

La respuesta llegó como un trueno: cinco euros por cuatro fotos o siete euros por ocho fotos. En mi mente resonó la balanza de los pro y contras: «¿Realmente puedo necesitar tantas fotos?». Después de un tira y afloja de ideas, decidimos que con cuatro fotos, había más que suficiente.

Con una mezcla de nerviosismo y entusiasmo, abrí el monedero, un artefacto que no había visto la luz del día desde meses. Fue como abrir un portal a un mundo olvidado lleno de monedas de un euro y algo de polvo.

El caos en la cabina

En este punto, el destino decidió subir el nivel de la comedia al instante. Introduje las monedas en la máquina, y como si el universo estuviera en mi contra, comenzó a sonar un zumbido agudo.

—¡Suena una cosa! ¡¿Qué hago?! —grité desde el interior, mientras que una mezcla de pánico y risa se desataba.

Mi amigo exterior parecía no entender si reír o tomar medidas cautelares. Mientras el caos aumentaba, los flashes de la cámara comenzaron a iluminar la pequeña cabina.

—¡¿A cuál espejo miro?!

Así fue como, en un abrir y cerrar de ojos, me vi envuelto en una serie de flashes que parecían ser el último lanzamiento de un evento concebir un niño, donde las expectativas se desvanecieron en luces brillantes.

Las fotos que nunca querrías en tu carné

Cuando, finalmente, el pánico se disipó y logré salir de la cabina, la rápida recolección de fotos me dejó vislumbrar un desastre hilarante: en una de ellas parecía que había visto un fantasma. En otra, estaba haciendo gestos incomprensibles con mis brazos. La mejor fue una donde me había apenas estaba conteniendo la risa de lo absurdo de la situación.

A pesar de que las fotos no eran lo que uno esperaría de un carné -en realidad parecen más una serie de capturas de una película de comedia de culto- estoy cada vez más convencido de que es un buen reflejo de lo que realmente somos: humanos con sentimientos, nervios y, claro, con un sentido del humor que a veces se nos olvida.

Reflexiones finales sobre lo «normal»

A veces hacemos de lo simple, algo extremadamente complicado. Este día se convirtió en una lección sobre la imperfección y la risa, y creo que eso es parte de la maravilla de ser humano. Así que, si algún día te encuentras en una situación absurda, recuerda: detrás de esas experiencias extrañas y caóticas se encuentra la esencia de la vida.

Así que, mientras el próximo evento de tu vida parece rutinario o incluso aburrido, pregúntate: ¿será esta una oportunidad para vivir una aventura inesperada? Nunca se sabe, quizás la próxima vez que necesites un carné de identidad, la máquina te ayude a retratar con risa el momento.

¡Y recuerda! Si la vida te da limones, ¡haz limonada! Pero si te da una cabina de fotos, simplemente ríe y disfruta del viaje.