Si pudiera describir el arte de la tauromaquia con una sola palabra, sería resiliencia.
Esa habilidad de aprovechar la adversidad como un lienzo, pintando una obra maestra con la muleta y la espada; ese instinto de danzar con el peligro, siempre con una sonrisa en los labios, esa es la esencia del toreo. Y si necesita una prueba definitiva de esta afirmación, no busque más allá de la actuación de Daniel Luque el 14 de septiembre de 2024 en el Coliseo de Nimes.

¿Alguna vez has estado en un lugar donde puedes sentir una mezcla de anticipación, miedo y asombro tan potente que casi puedes saborearlo en el aire? Esa fue la atmósfera que envolvía el Coliseo de Nimes aquella noche. Para aquellos que pudieron estar allí, no se trataba sólo de presenciar una corrida de toros, era la posibilidad de ser testigos de la grandeza y, créanme, no nos decepcionaron.

La noche empezó con un viento despiadado de Mistral que podría haber convertido la corrida de toros en un desastre. Desafiar los elementos y 6 toros de La Quinta, aquello era solo para valientes, ¡y qué valiente resultó ser Daniel Luque!

Yo estaba en la grada, mirando como un hombre se enfrentaba solo a esa tormenta. Y entonces sonó La Marsellesa, el himno nacional de Francia y pareció que todos los vientos del planeta se detuvieron. Las voces de la multitud se elevaron en un solo grito unísono de «¡Marchons, marchons!» Y durante las siguientes horas, Luque hizo justamente eso.

Cada embestida de los toros era una canción mortal, y cada movimiento de la muleta de Daniel era la respuesta. Este era un hombre que conocía los secretos de los toros, que entendía su lenguaje. Como quien conoce el mapa de una ciudad que ha recorrido toda su vida, así Luque exploró cada resquicio de bravura en los toros.

¿Puedo decirles algo? Lo que más me sorprendió de toda la noche fue el tono de la batalla. No había rastro de violencia en el aire. Este no era un hombre que luchaba contra los toros. Era un hombre que bailaba con ellos.

Y vaya si el público lo amó. La faena de Luque con «Beduino» en el quinto turno fue una belleza absoluta. Luque había estado brillando a lo largo de la noche, pero fue en este quinto toro donde realmente encontró su ritmo. Me recuerda esa vez cuando intenté tocar una canción en la guitarra después de horas de ensayos, y de repente, todo encajó. Para Luque, fue ese momento.

Aquella noche, Daniel Luzque entabló un diálogo emocionante con la bestia, un diálogo que se celebró con una estocada definitiva que le otorgó dos orejas rotundas. El jubilo de Daniel públicamente reconocido fue algo para recordar. Te prometo que no había un solo espectador en el lugar que no estuviera de pie, aplaudiendo y vitoreando.

La noche terminó con Luque mecido por la Puerta de los Cónsules, con su victoria y la noche a cuestas. Este era un hombre que había enfrentado seis toros, un viento violento y su propio destino, y había salido victorioso.

Lo que sucedió aquella mágica noche del 14 de septiembre en el Coliseo de Nimes no fue solo una corrida de toros más. Fue una noche en la que Daniel Luque recordó al mundo exactamente por qué el toreo es un arte. Fue una noche en la que la adversidad fue grabada en el lienzo de la arena con un pincel hecho de bravura y determinación. Fue, en definitiva, una noche para recordar.