En una época donde nuestra atención es secuestrada por las redes sociales y el último viral se hace eco casi instantáneamente, es refrescante encontrar una obra que no solo intenta capturar la esencia del pasado, sino que lo hace de una manera que los espectadores tienen que detenerse a reflexionar. Me atrevería a decir que si históricamente el arte ha sido un medio para documentar y reflexionar, la intervención de Bernardí Roig en el Museo Arqueológico Nacional (MAN) en Madrid se erige como una verdadera metáfora de nuestra relación con la historia y la arqueología.
¿Quién diría que un «museo» podría ser el escenario de una obra que no solo danza entre las líneas del pasado, sino que también lanza un desafío a nuestra comprensión del arte en sí mismo? Y mientras tecleo esto, no puedo evitar recordar aquella vez que, intentando entender el arte contemporáneo, terminé en un museo confundido entre una silla rota y una lámpara de lava. Así que, si alguna vez te has sentido abrumado en un lugar de arte, no estás solo.
La instalación que detona reflexiones profundas
Adentrándonos en el trabajo de Roig, el artista ha colocado en el MAN una serie de esculturas y elementos que desafían la categorización tradicional del museo. Lo que llama su obra “Caps [y] Bous. El tercer cuerno” no es solo una mera exposición; es un diálogo. Y no, no estoy hablando del tipo de charla sobre las inminentes amenazas del cambio climático mientras tu amigo sorbe su café como si hubiera descubierto el elixir de la vida. Aquí, Roig nos invita a pensar y cuestionar lo que realmente significa “mirar” y “entender”.
La pieza que más ha capturado la atención es su instalación con los Bous de Costitx, unos caballos míticos de la cultura mallorquina. Sin embargo, Roig desafía nuestra percepción al presentar estos caballos que, como el mismo artista menciona, “nunca tuvieron cuerpo pero incorporaron miedo y alucinaciones”. Ya sabes, ese sentimiento cuando te despiertas de un sueño y te das cuenta de que eras el protagonista de una tragedia griega con un toque de comedia.
Un juego metafórico con el tiempo
La intervención de Roig se adentra en la esencia misma del museo como un templo del fragmento. Es como si Roig nos susurrara al oído: “Oh, querido espectador, todo lo que ves es una ilusión; hay más de lo que parece”. Un poco como ese amigo que te asegura que “la última vez” que se quedó en casa de su ex, solo fue para “recoger unos DVDs”.
En su obra, la idea de que todos los objetos en el museo están, de alguna manera, incompletos resuena. A veces pienso que así somos nosotros, un conjunto de experiencias pasadas, triunfos y fracasos que moldean nuestra identidad, pero con un sentimiento constante de que nos falta algo. ¿Te has sentido así alguna vez?
Estética del caos y el sentido del arte
Bernardí Roig no busca dar una lección académica. Al contrario, admite que toda su propuesta es un ejercicio del misterio. Y aquí entra un guiño de humor: si alguna vez has tratado de explicarle a tu abuela lo que es el “arte moderno”, probablemente te haya mirado con la misma expresión que si hubieses dicho que quieres convertirte en astronauta. La incomprensión de lo contemporáneo puede ser palpable.
Para dar vida a esta confusión, Roig utiliza un mosaico de resonancias y fricciones que en última instancia invitan al público a experimentar el museo de una manera diferente. Se trata de un juego visual que va más allá del mero objeto; es un comentario sobre la historia misma. Lámparas de lava, sillas rotas y ahora, cabezas con cuernos. ¡Qué viaje!
La narrativa de la pérdida
Uno de los elementos más fascinantes de la intervención de Roig es su reflexión sobre la pérdida. En sus obras, hay un eco de nostalgia y anhelo. ¿Acaso no es el arte una forma de lidiar con lo que hemos perdido? En su instalación, encontramos una Cabeza de Aníbal J., que trae consigo una carga de historia, poder y, como Roig indica, “una nariz que huele a algo extraño.” El humor se abre paso aquí, con la posibilidad de pensar que tal vez estamos hablando del “eau de cologne” del pasado, el aroma de un imperio desaparecido.
Imagina, por un momento, una guerra entre imperios, no solo con espadas y caballeros, sino con… ¿fragancias? El arte puede permitirnos convertir el aire gris de la tristeza en una brisa reconfortante de entendimiento.
El diálogo entre el espectador y el objeto
Es importante señalar que las obras de Roig abren un diálogo con las colecciones tradicionales del museo. Cada pieza se convierte en un remolino de significados que nos empuja a mirar más allá de lo evidente. En cuanto uno se siente seguro, por ejemplo, en su asombro ante la belleza estética, es empujado a cuestionar lo que está mirando.
Roig se convierte, por tanto, en una especie de «Guía del Ocio» para el espectador que, al igual que yo, alguna vez se sintió perdido frente a una instalación contemporánea. Me imagino a los visitantes, atrapados entre “¿Qué es eso?” y “Ah, creo que veo lo que intenta hacer.” Al final del día, ¿no es eso lo que todos buscamos en el arte?
Conclusión: un viaje reflexivo
El arte puede ser una experiencia dolorosa, confusa, divertida y, a menudo, iluminadora. La intervención de Bernardí Roig en el Museo Arqueológico Nacional se eleva por encima de una mera exposición visual y nos empuja a recordar que hay más en nuestra historia y en nuestra forma de percibirla.
Así como esos recuerdos que se deslizan de nuestra memoria, Roig nos recuerda que el pasado puede ser reimaginado y reconstruido, y quizás, eso es lo que realmente importa. Hablemos del cielo azul, de los Bous de Costitx, y de lo que hemos perdido, pero sobre todo, de lo que todavía podemos encontrar. ¿Valdrá la pena sumergirse en el caos del arte? La respuesta se queda en tus manos.